Lizzi Lizzet, ciudadana de la muy estructurada urbe de Sistemia, era una mujer ordenada, pragmática, extremadamente lógica y, por encima todas las cosas, coherente. A su parecer, esas eran las mejores virtudes que cualquier persona en la treintena podía tener y, por ese motivo, las cultivaba con mucho empeño.
Día a día, Lizzi seguía una muy estricta rutina, fijada con anterioridad, a partir de la modificación y perfeccionamiento de una rutina anterior, y esa, de la anterior, que, a su vez, era una modificación mejorada de la previa. Y, así, seguía el hilo hasta donde le llegaba la memoria. Claro que Lizzi no podía recordar cuál había sido la primera rutina que dio origen a todo, ni mucho menos quién la estableció, pues ella, siendo una niña, no podría haberlo hecho de ningún modo. Posiblemente su madre, Lizzet Lizza, un verdadero modelo de virtud, había sido la encargada de establecer aquella primera rutina, de la que, con el tiempo, surgieron las demás.
Los muy cuidados hábitos de Lizzi, al igual que antes los de su añorada madre, y que, anteriormente, los de su admirada abuela, y que, previamente, los de todas las mujeres de su familia, se extendían a todos los ámbitos de la vida y a cualquier circunstancia, desde el trabajo, a la dieta, pasando por el ejercicio, la lectura o la salud. Esto le procuraba una vida tranquila, predecible y sosegada, igual que antes se la había proporcionado a todas sus antepasadas, hasta donde llegaba la memoria familiar.
Solo una cosa diferenciaba la vida de Lizzi de la de su madre y de quienes la precedieron en la familia: Lizzi estaba solera. Más que eso, no tenía ningún interés en conseguir una pareja estable. Su vida, tan lógica, pragmática y ordenada, era perfecta tal cual estaba. Y, para una persona tan extremadamente coherente como Lizzi, cualquier cambio al respecto iba contra natura.
El problema, a ojos de Lizzi, no era tal. Ni siquiera por el hecho de que, de seguir igual, en poco tiempo habría otra diferencia notable entre su vida y la de su madre y demás antepasadas: No tendría descendencia. Aunque, si tenía en cuenta lo perfecta que en ese momento era su vida, siendo tan lógica y coherente como era, tampoco veía motivo alguno para cambiar ese punto.
Pero las habitantes de Sistemia no debían pensar igual. No había día que, ya fuera en el trabajo, al hacer la compra, en el gimnasio, o mientras paseaba tranquila por la ciudad, una compañera, amiga, conocida, vecina o, sencillamente, una conciudadana, no le pregunta por su situación sentimental y, en muchos casos, también por su intención -o falta de ella- de tener descendencia.
Al principio, Lizzi lo consideraba normal, al fin y al cabo, era lo que se esperaba de ella, al igual que de todas las demás. O, al menos, así era en Sistemia. Pero tal como el tiempo pasaba, cada vez lo encontraba menos natural y mucho más incómodo. ¿Por qué iba nadie, fuera o no mujer igual que ella, fuera o no vecina de Sistemia, interesarse por su vida sentimental o por su deseo -o falta de él- de procrear?
—Oye, Lizzi, cuándo vas a echarte novio al fin —le preguntó un día cualquiera una compañera de trabajo.
Suspiró y dejó los libros que sostenía en una mesa. La pregunta debería haberla sorprendido, pero estaba ya demasiado acostumbrada a las intromisiones. Aún así, no le gustaba que siempre la interrogaran sobre los mismos temas.
—Nunca, probablemente —respondió—. Pero, si en algún momento lo hiciera, te aseguro que no te enterarías.
—Ni que tener pareja fuera un asunto de vergüenza o algo que ocultar —dijo la compañera, entre sorprendida y asombrada.
—No lo es —dijo Lizzi—. Pero sí debería serlo tener el irrefrenable impulso de meterse en la vida de los demás.
Dicho esto, Lizzi recogió los libros que había dejado sobre la mesa y continuó con su trabajo, no sin antes oír a su compañera murmurar algo sobre lo desagradable que había sido con esa respuesta; como si ella no lo fuera con sus preguntas.
Nadie en el trabajo volvió a preguntarle por la pareja, así que Lizzi adoptó el hábito de responder del mismo modo a todas las preguntas sobre el tema que le hicieran en cualquier otro contexto. Y, durante un largo tiempo, logró vivir más o menos tranquila, aunque era consciente de que algunas amigas, conocidas y compañeras murmuraban sobre ella.
—Tú también deberías ponerte las pilas, o será demasiado tarde cuando te decidas —le dijeron un día a Lizzi en el trabajo cuando una de las compañeras anunció su segundo embarazo.
Lizzi no respondió. Todas las demás mujeres de su trabajo ya eran madres, al igual que las amigas de sus infancia, las vecinas y otras personas de su misma edad, e incluso más jóvenes, a las que conocía de vista. Y sabía que su compañera tenía razón. Lo que nadie sabía era que Lizzi había decidido no tener hijos.
Pasaron los años y Lizzi envejeció, saludable, gracias a sus buenos hábitos, soltera, feliz y sin hijos, volcada en su trabajo, sus aficiones, sus pasiones y sus cada vez más perfectas rutinas, mientras a su alrededor las mujeres envejecían junto a sus familias.
En esos largos años nadie le preguntó más a Lizzi por la pareja o la maternidad, hasta que ya de anciana, un día, en el parque, se encontró con su antigua compañera de trabajo. Ambas se saludaron con cariño y recordaron los viejos tiempos.
—Lo siento si alguna vez fui indiscreta con mis preguntas cuando trabajábamos juntas —dijo la antigua compañera—. Ahora entiendo que debió ser muy duro vivir y envejecer sola, sin pareja ni descendencia.
—No, querida, en absoluto —respondió, Lizzi—. Lo duro fue, y todavía sigue siendo, no tener a nadie con quien hablar con normalidad y sin ser juzgada sobre no querer tener pareja ni descendencia.





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