Este fin de semana he tenido una muy mala migraña. No es que crea que hay migrañas buenas, para nada, es solo que algunas son especialmente incapacitantes. Y aunque hoy estoy mejor -mucho mejor- dos horas después de haberme levantado puedo decir que no estoy completamente recuperada. Con suerte, y en ello me enfoco, mañana estaré mejor que hoy, y así cada día, hasta que, una vez más, la crisis migrañosa se haya convertido en un mal recuerdo.
Cuento todo esto porque esta mañana he visto un vídeo de Tik Tok que me ha hecho reflexionar. No es que el vídeo fuera especialmente agudo u original, para nada, más bien al contrario, el tipo que hablaba se dedicaba a dar vueltas en torno al concepto ese de que somos mucho más que un cuerpo, que esto es solo un vehículo, que el verdadero ser es espiritual y ese tipo de cosas.
Y, oye, es posible que sea cierto.
Y también es posible que no.
En cualquier caso, nada cambia. Seamos seres físicos, y punto, o espíritus viviendo una experiencia material, si el vehículo a través del cuál vivimos esta experiencia, es decir, nuestro cuerpo, se rompe o no funciona como es debido, todo se va al garete.
Sé que es una reflexión muy básica, muy obvia, en especial para alguien, como una servidora, que viene batallando desde hace más de una década contra problemas de salud varios. Pero, a veces, lo más obvio, no es necesariamente lo más fácil de ver.
Ocurre que cuando la salud está realmente comprometida, absolutamente todo se relativiza, salvo la propia salud y el propósito de recuperación. Todo pasa a un segundo plano y, por ridículo que parezca, los más pequeños avances se convierten en éxitos y las rutinas relativas a la recuperación en bienestar. Al menos, esa es mi experiencia cuando he estado realmente mal.
Pero, ay, amigos, cuando estás más o menos bien, vives en la ilusión de llevar una vida normal, o, al menos, muy funcional, y algo aparentemente tonto como una migraña te deja fuera de juego, parece el fin del mundo.
Y en el fin del mundo las cosas se ven diferentes y una empieza a preguntarse qué ocurre si esa aparente normalidad, en la que una quiere creer que vive, resulta que es menos normal de lo que me permito ver. Y si, en realidad, por más que mire hacia otro lado, son más los días malos que los buenos, y si los buenos son únicamente aquellos en los que consigo alcanzar unos mínimos muy mínimos -tanto, que nadie se atrevería si quiera a llamarlos mínimos, salvo el que se aferra a ellos como clavo ardiente-. Y si, sin darme cuenta, resulta que vivir se ha convertido únicamente en sobrevivir y no hay opción de más.
Menuda perspectiva. No, definitivamente no me gusta nada la vista desde este acantilado, mejor me doy la vuelta y veo si puedo desandar el camino recorrido.





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