La doble vida de una profesora escritora: chaparrones, exámenes y TFM

El curso acaba de empezar y ya me estoy agobiando. Por lo general, el estrés comienza cuando empiezan las clases, pero este año, ni eso.

El primer día fue agotador. Y no, no me dedico a levantar piedras ni cargar sacos de cemento, como me recuerda mi querida madre cada vez que oso insinuar que estoy cansada por el trabajo. Pero mi batería social es, digamos, limitada -muy limitada, especificaría-, y toda una jornada dedicada al reencuentro tras las vacaciones es, para una servidora, el equivalente mental a levantar sacos de arena o hacer dieciocho habitaciones de hotel. Soy una blanda, no lo voy a negar.

Y si el día uno me destrozó, el día dos parecía que me había pasado la noche morreándome con un dementor: Ni pizca de alegría, cero fuerza, cero ánimo. Mi estado era tan patético que ni una legión de licántropos ofreciéndome chocolate lo habría mejorado. Por suerte, el clima acompañaba y el otoño meteorológico -que empezó día 1 de septiembre- decidió hacer acto de presencia abriendo las compuertas del cielo para que toda el agua allí almacenada, según una mitología que prefiero no recordar, cayera sobre la minúscula isla de Ibiza en el instante justo en el que mi microcoche, nada preparado para el clima lluvioso, y yo nos dirigíamos al trabajo. Afortunadamente, no hubo que lamentar heridos, salvo que queramos incluir en esa lista las sandalias que llevaba, cuyo nombre ha sido incluido hoy en la lista de muertos. Una pena, pero en todas las batallas hay bajas, y, seamos sinceros, mejor las sandalias que yo.

Pero la conducción extrema en condiciones adversas y el baño de pies atravesando calles reconvertidas en río para llegar en hora a mi puesto de trabajo no fue lo mejor, qué va. Omitiré detalles, pero digamos que, en esta amada isla mía, después de un chaparrón, el ambiente de por sí cálido de inicios de septiembre, se transforma en sofocante, en especial dentro de un aula llena, mientras alumnos de otro profesor realizan un examen de cuatro horitas, con un descansito de quince minutos, que hubo que suprimir, por cortesía, por si las inclemencias del tiempo habían imposibilitado la llegada del alumnado a la hora establecida. Una sauna habría sido un lugar menos sofocante para pasar el rato.

Y no, no encuentro analogía pop para describir el estado en el que llegué a casa. Solo diré que me quité la ropa y las sandalias -esto último fue difícil, porque se habían secado sobre mis pies y habían tomado su forma, casi hasta incrustarse en ellos-, me di una ducha rápida -con especial énfasis en mis maltratados pinreles-, me puse el pijama me metí en la cama y lo siguiente que recuerdo es el sonido de la alarma esta mañana.

Hoy el día no pinta mejor, aunque si no llueve, con el consecuente aumento de la humedad relativa que convierte las aulas en calderas, me doy con un canto en los dientes. Bueno, eso, y si no hay problemas técnicos, pero esa es otra historia.

Aunque nada de lo anterior es lo que me tiene agobiada. Para nada. Ni siquiera las ajustadísimas fechas de exámenes y correcciones que tengo según el calendario de septiembre. Nop. Lo que me tiene al borde de un ataque de nervios es el dichoso TFM, para el que, por cierto, ya tengo director, y sus maravillosas fechas de entrega. Porque, recordemos, una servidora, además de profe de español, es escritora. O eso pretendo. Pero el 26 de septiembre tengo que hacer la primera entrega del dichoso trabajo final y no tengo NADA.

En, fin, lo dicho, que vamos por el cuarto día de septiembre y ya estoy agobiada. Habrá que aplicar lo aprendido hasta aquí, que se puede resumir como «mejor ocuparse que preocuparse», aunque también sirve aquello de «cada día tiene su afán». Personalmente, suelo pensarlo como «tarea a tarea» o «línea a línea», según el caso, pero, no os voy a mentir, se lo he copiado al Cholo Simeone y su «partido a partido». Y eso que no soy aficionada al fútbol, pero cuando uno lleva razón, la lleva, y ese hombre, con ese lema, tiene más razón que un santo.

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