Cuánto tiempo hace que no me paso por aquí. Al menos, cuatro meses. Puede que algo menos. O quizás más. En este tiempo, como no puede ser de otro modo, han cambiado cosas. Muchas. Para empezar he terminado el máster de escritura —bueno, falta la defensa del trabajo final, pero en comparación con todo lo pasado hasta llegar a este punto, suena a puro trámite—. También me he recuperado de la lesión de rodilla, aunque creo que eso ya lo había comentado. Y, aunque tuve una racha bastante buena en redes antes y durante las navidades, con el fin de las vacaciones, otra vez, dejé de publicar. Ya sabéis, se acaban los festivos y la vida real se impone: que si preparar exámenes para otros, que si presentarme a mis propios exámenes, que si corregir, que si terminar el TFM… Lo de siempre.
Parece que lo único que no ha cambiado, lo que nunca cambia, es la escritura. Sí, ya, lo sé, no he publicado nada. Pero no publicar no es sinónimo de no escribir, a veces, incluso, es más bien al contrario. Y, en todo caso, lo que sin duda sigue aquí tan vivo como siempre es ese impulso, plenamente visceral, que ahora me lleva a escribir mis páginas matutinas a lo Julia Cameron, ahora a teclear una entrada en el blog.
Y es que llevo días —ocho, para ser exactos— dándole vueltas al tema del blog. ¿Lo retomo? ¿Monto un nuevo rincón virtual en el que expresarme? ¿Me decanto por otro tipo de canal? Las opciones se cuentan por decenas y casi todas parecen buenas, al menos por momentos, y las voy reflejando en largas listas de pros, contras y planes variados. Pero puede que la respuesta no la encuentre en ninguna de esas listas, por más precisa que sea en mi método a la hora de anotar y analizar cada opción. De hecho, lo más probable es que tenga la solución del acertijo justo ante mis narices.
El impulso que, tras tanto tiempo, me ha hecho acudir al blog y ponerme a teclear como una loca es la respuesta que estoy buscando. Aquí no se trata de planear, analizar y crear un detallado plan de escritura, todos sabemos ya que eso no funciona conmigo. Lo mío es más bien visceral. Instintivo. Y asquerosamente sincero.
Digo más, si estoy aquí ahora es porque he sentido la imperiosa necesidad de escribir una entrada que empezara por la frase: «Siento que mis compañeros de trabajo no me soportan. Y, qué queréis que os diga, tampoco yo los soporto a ellos». Por supuesto, no he empezado así, pues mi mente tiende a funcionar según un orden dado y, por eso, explicarme previamente era imprescindible para poder llegar hasta este punto. No contemos que, además, es del todo políticamente incorrecto escribir una afirmación como la anterior, más todavía cuando mi blog va firmado con mi nombre.
Eso es algo importante que anotar en mis listas de pros y contras.
En fin, que mi disertación habría continuado con un «lo bueno de la situación es que me encanta mi trabajo y me llevo genial con mis alumnos, que suelen mostrarme aprecio y respeto, por lo que lo de los compañeros difíciles de tragar se relativiza muchísimo.» Y la verdad es que tengo el mejor trabajo del mundo porque soy profesora y me encanta enseñar. La parte mala es que, en mi centro, concretamente, somos poquitos y el ambiente está… ¿cómo diría? Viciado. Sí, esa es la palabra. Eso por no hablar de humos, complejo de superioridad y demás pamplinadas, por otro lado habituales en ciertos entornos laborales.
La cuestión aquí es que, sea porque tengo ya 43 años, porque he sufrido varios infartos cerebrales, porque me han operado a corazón abierto —para evitar más infartitos, claro—, porque sufro una enfermedad crónica que me obliga a polimedicarme de por vida y a convivir con el dolor o porque, enfermedad mediante, me han privado de la posibilidad de ser madre, me he cansado de tonterías.
Estoy cansada de tener que interpretar un papel para que personas que, de todos modos, no me soportan, se sientan menos incómodas en mi presencia. De tener que hacerme la tonta, o la graciosa, o la simpática, o lo que sea que toque, según el caso. Me importa un comino la tontería que llevan encima muchas personas: en el mundo hay problemas de verdad, que van del hambre, a la guerra, pasando por miserias personales de mil tipos, la enfermedad y la maldita muerte. Que tú te ofendas porque no sonrío al decir hola, no muestro un falso interés por tu vida privada (porque no me interesa, leñe, igual que prefiero que no te interese la mía), o que no me río de tus bromas si no tienen gracia (que es la mayor parte de las veces), es un mal menor —muy menor— en un océano de problemas.
Y siento la necesidad de expresarlo —de expresarme—. Así, sin seudónimo, con nombre y apellidos, porque siento la necesidad de ser yo y que, como dicen en México, tu opinión me vale madre.
Si vuelvo a publicar aquella novela que retiré para evitar herir susceptibilidades y alguien la encuentra y es capaz de sumar que yo soy esa Carmen Cervera Tort que firma, pues aplaudiré su inteligencia. Y si se ofende por el contenido —o por lo que sea— rezaré por él o ella, a ver si algún dios, actual o antiguo, se compadece de su tontería, porque, oigan, hay que ser muy tonto para ofenderse por una maldita obra de ficción. Repitamos la palabra: ficción. ¡FICCIÓN!
Es que parece mentira que una nunca sea suficiente. Fui demasiado sociable y alegre (palos para Carmen), luego niña de papá (palos para Carmen), luego pobre y desocupada (¿palos para quién? Sí, adivinaron). Primero no tenía estudios, luego sí. En algún momento se me consideró guapa (¡mal!), después gorda y fea (¡peor!). Cuando escribía y publicaba, mal. Cuando dejé de hacerlo, mal. Cuando trabajaba en la administración, palos. Cuando fui periodista… Bueno, eso sí que fueron palos. Y ahora soy funcionaria. Y tampoco va bien. Y me encanta mi trabajo (¡Horror!). Y vuelvo a disfrutar escribiendo (lo que, por supuesto, también está fatal). ¡Hasta la concha, me tienen! (parafraseando a los queridos argentinos).
Esta Carmen es la que hay. La que escribe en primera persona, con fecha y firma y sin morderse la lengua. La que, a lo Escarlata O’Hara (dejadme que la llame así y no Scarlett), a dios pone por testigo que jamás volverá a esbozar una sonrisa falsa ni a entablar una conversación que no le apetezca, igual que nunca volverá a disimular su entusiasmo y su alegría. Y si alguien le molesta, no sé, que mire hacia otro lado.
No sé si esto es exactamente una declaración de intenciones o un simple desahogo. Quizás sea ambas cosas. Pero tal vez ha llegado el momento de volver a escribir para el público, en primera persona o pura ficción, y siempre con mi nombre. Puede que, al fin, haya llegado la hora de desempolvar los libros retirados y volver al ruedo con la barbilla y la frente bien altas.
Al fin y al cabo, y tengo pruebas suficientes para que nadie pueda convencerme de lo contrario, haga lo que haga siempre habrá quien no me soporte, quien me critique, quien no pueda verme, quien hable mal de mí o de mi trabajo. Y, seamos sinceros, yo, al trabajo, voy a trabajar y divertirme —no a hacer amigos (aunque si los hay, bienvenidos sean)—. Lo importante, he comprendido a la larga, es hacer mi trabajo —sea enseñar o escribir— lo mejor que pueda para el otro y para mí misma. Los que me miran por encima del hombro con cara rancia… Bueno, en todo bello jardín a veces salen malas hierbas… Habrá que aprender a arrancarlas o a integrarlas en el paisaje para que sumen a la belleza de la estampa, aunque sea por contraste.
Un saludito,
Carmen Cervera Tort (por si no había quedado claro quién hablaba).





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