Estoy triste. No hay un motivo, ni una causa, ni nada que lo justifique. Y eso solo lo empeora. Sé que no pasa nada por estar triste un día -ni dos, ni cinco, ni diez…- Pero no me gusta sentirme así, al menos, no sin una razón aparente; una que a mí me parezca lógica. Y no la hay.
Esta es una época de cambios para mí, de etapas que se cierran y otras que, todavía, no comienzan. Un estado de transición. Un ni aquí, ni allí; ni dentro, ni fuera. Y no lo soporto.
Claro que tampoco sé qué demonios quiero. O sí, pero no me atrevo a quererlo. Casi ni a pensarlo. Así que no lo hago y aquí me quedo, en este limbo, que es sin ser, demasiado bueno para considerarse purgatorio, demasiado malo para ser permanente y fijo -para ser siquiera infierno-.
Estoy triste y en un limbo. Muy orientada para considerarme perdida, pero con ganas de quemar el mapa y romper la brújula para ver si así, al menos, me pierdo.
Las semanas santas tardías nunca me han sentado bien. Quizás sea eso lo que me pasa. O el polen. Estamos en época de alergias. Tal vez esa sea la causa, una reacción al olivo, al ciprés, a las margaritas. Sí, sí, estoy convencida. Esto lo aclara todo. Es la primavera -y sus alergias- que me ha provocado un sarpullido en el alma.





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