Maldito cachivache viejo y oxidado

Hoy mi dolor tiene forma de embudo. Es un cuello de botella en el que se apiñan los pensamientos, aleatorios, en apariencia inconexos, sangrantes, rabiosos, oscuros, brillantes, livianos, opacos, coagulados, densos… Los hay de colores, cargados de imágenes, pero silenciosos como una madrugada de invierno, justo antes de que despunte el alba. Otros, en cambio, son sonoros, aunque carentes de imagen. Algunos son musicales; otros, simples palabras. También hay olores, sabores e incluso tacto. Son tantos, tantísimos pensamientos, que se acumulan ahí, en ese embudo de mi mente, y no dejan que nada salga –ni que nada entre–.

Es curioso el dolor y sus cambios de forma. Hasta puede engañarte y hacerte creer que, en realidad, no sufres. El cabrón se disfraza de ausencia, para que te duela creer que no duele, mientras, con su ardid, te regala un dolor doble.

Y también lo es el pensamiento, cómo se atasca, se licúa, se rehace, se evapora… Y vuelve a empezar.

Cuando ambos, pensamiento y dolor, se alían, el sufrimiento cambia de nombre. Agonía, que no es más que un dolor sostenido en el tiempo y con consciencia de ello.

Lo que no sabía –y preferiría seguir sin saber– es que la agonía tiene forma de embudo. Un embudo viejo, grande, abollado, oxidado, donde todo se agolpa y emboza; se suspende.

Maldita vida, maldita muerte. Maldito cachivache viejo y oxidado del que no consigo deshacerme.

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