Nunca despierto antes de terminar la misión

Esta noche ha llovido y, por lo que se ve desde la ventana, no han sido solo cuatro gotas. Debe haber descargado con ganas, pero no me enterado. Con lo que me gusta a mí un buen chaparrón nocturno. O, mejor, una tormenta, con sus truenos y relámpagos o vientos furibundos. Y, quizá, esta noche haya sido así. Yo no he oído nada, ni agua ni truenos ni rabiosas rachas de aire.

El sueño, tan profundo que se parece demasiado a uno hipnótico, es de lo poco que se ha mantenido intacto en mi vida durante estos meses de locura, descalabro y descenso al abismo. Y sería algo bueno, de no ser, claro, porque me pierdo las tormentas. Por eso, y, bueno, por las pesadillas que lo pueblan.

Me desconcierta pensar que ese territorio de horrores oníricos sea, en realidad, un reflejo de mi propia mente, o peor, de mi alma. Un mundo lleno de bestias, en el que el habla es un lujo, los bisturíes ensangrentados armas de guerra y las vísceras moneda habitual de cambio, no es algo que nadie quiera como imagen de sí misma.

Los escenarios de mis sueños son isleños y mediterráneos. El mar es siempre protagonista —aunque, a veces, parezca que está solo de telón de fondo—, todos los edificios son hospitales, sanatorios o cualquier versión más amable o retorcida de cualquiera de ellos, y los personajes con los que me cruzo, algunos más humanos, otros más monstruosos, parecen sacados de un videojuego.

Diría que no me extrañaría el día menos pensando encontrarme con misiones al más puro estilo videojuego, pero es que eso ya ha sucedido. De hecho, aunque a veces no lo recuerde, creo que ocurre cada noche.

Hoy, concretamente, la misión la he recibido en una suerte de bar o taberna —sí, sí, a modo de cantina de hospital, por supuesto— y, como buena protagonista, la he rechazado en un primer momento. No recuerdo muy bien de qué trataba, pero, como casi siempre, tenía que ver con hospitales, bisturíes, vísceras y sangre, mucha sangre. Aunque, sí, esta vez, además, había algo relacionado con la escritura.

Algo tenía que escribir…

Algo tenía que crear…

No lo sé, no me acuerdo. Solo recuerdo la sensación de peligro, de huida, de persecución. La urgencia de tener que poner a alguien a salvo, de tener que salvarme a mí. Y la sangre.

Toda esa sangre…

Al final, no sé cómo, conseguía hacer lo que tenía que hacer. Salía victoriosa, ensangrentada y exhausta, sí; sintiéndome sucia, monstruosa… Pero victoriosa. Y el premio, en el sueño, era el descanso, en un viejo y sucio camastro de una destartalada cabaña —¿sala de mantenimiento o trastero de un tétrico complejo hospitalario?—. En la realidad, ese descanso, lo sé por experiencia, significa despertar.

Nunca despierto antes de terminar la misión. Nunca.

Tampoco nunca desaparece al despertar la sensación de la sangre —ajena y propia— sobre la piel. Ni la culpa. Nunca.

Cuando me he despertado ya no llovía, solo quedaban los charcos en la acera y el sonido de los coches al circular sobre el agua.

Siento mucho haberme perdido esta noche de lluvia y, quizás, de tormentas. Gustosa cambiaría mis angustiosas noches de sueños sangrientos por horas en vela en las que disfrutar, cuando se da, de la lluvia.

Aunque una parte de mí, la misma que sigue sintiéndose sucia y llena de sangre incluso después de una buena ducha, no puede evitar preguntarse si este apacible mundo en el que el dolor va únicamente por dentro es el onírico y el otro, sangriento y tétrico, la terrible realidad.

Ojalá, al menos, también llueva algo durante el día. Las precipitaciones no me quitarán la odiosa sensación de suciedad invisible de la piel, pero, al menos, sí limpiarán la atmósfera y aliviarán el ambiente.

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