Manzanas rojas

Hay cuestiones que no deben airearse. Temas de los que es mejor no hablar en público. Asuntos que deben quedar en familia.

Así me lo enseñaron.

Y yo me lo creí.

Por eso, creo, a veces me cuesta tanto escribir. Y no hablo solo de esa escritura del yo, tan de moda, diarística, epistolar, asquerosamente confesional, que tan a menudo practico —hasta cuando no quiero—; la que se encuentra en mis blogs, la que se me desborda cuando el alma se colma, sea por una gota de más, sea por diluvio a destiempo.

Qué va, no hablo de esos textos íntimos y personales. Hablo, sobre todo, de la ficción, porque, me guste o no —y por feo que suene— cuento más verdades en mis relatos y novelas que en mis diarios.

No es casual, por ejemplo, que la mayoría de mis personajes sean huérfanos. Yo lo soy. Y no hablo del padre adoptivo que se me ha muerto hace poco, no. Hablo de la familia que me abandonó —quizás debería decir vendió—de recién nacida.

Tampoco lo es que el conflicto con la figura paterna sea central en mis historias, porque lo ha sido en mi vida.

Ni que mis personajes estén desterrados, sean unos parias o hayan olvidado su auténtica identidad. Porque esa también soy yo, o así es, al menos, como me siento. Como siempre me he sentido. Como una planta trasplantada a un lugar que le es ajeno, en un entorno en el que desentona, con un clima desfavorable: Extraña. Incorrecta. Mal.

No debo hablar de que me adoptaron —compraron— de recién nacida. No tengo que hacerlo, aunque todos ellos lo hayan hecho a lo largo de mi vida mientras a mí me mantenían en la inopia. No debo contarlo, aunque hasta mis veintiocho años todos lo supieran —to-dos—, salvo yo.

No debo hablar de las reacciones cuando pedí explicaciones, de cómo se me hizo sentir culpable a mí por haber ido a buscar la prueba documental de lo que siempre de algún modo había sabido, pero que se suponía que no tenía que descubrir jamás. No tengo que hablar de cómo no he podido indagar sobre quién soy. No tengo que explicar que siempre he tenido que fingir, que interpretar un papel, para que nadie se sintiera mal por mi presencia.

Tampoco está bien que cuente cómo se me ha señalado por dedicarme —o intentarlo— a escribir. Cómo todos esos juicios, esas acusaciones, me han bloqueado y me han hecho sufrir durante años.

Ni tendría que decir nada de cómo se me ha juzgado por leer, estudiar, enseñar… ¿Dónde se ha visto una mujer con vocación académica, con gusto por las letras, por la cultura?

No tendría que decir nada de todo esto igual que no tendría que decir que mi padre me dejó prácticamente fuera de su herencia —y no vengáis con rollos sobre que las legítimas no se pueden quitar porque hay muchas formas para que los bienes no computen en esa cuenta y, además, la legislación de Baleares es algo más agresiva que la del resto del estado en ese aspecto—. Tampoco tendría que decir nada de cómo me ha tratado mi madre durante todo este proceso de la herencia desde que mi padre falleció hasta hoy, que hemos firmado la escritura de aceptación.

Y sobre esto, no diré nada más que lo ya dicho hasta aquí. Al fin y al cabo, soy su hija, pero no en términos normales… Soy un juguete muy mono en su infancia que creció y dejó de ser útil cuando demostró tener personalidad propia. Una mascota. Ahora entiendo, al fin, por qué se llama con tal naturalidad adopción al hecho de quedarte con un animalito de una protectora o en esas campañas de búsqueda de hogar para animales de compañía.

Lo único que puedo decir ahora es que, al fin —¡He necesitado tanto tiempo!—, comprendo la causa de todo ese rechazo, igual que entiendo que la culpa no es mía: sencillamente, crecí y el ser humano resultante no era el que esperaban.

Imagino que para ellos fue como criar un árbol frutal: compras un melocotonero, con todo el amor e ilusión del mundo. Lo siembras, lo riegas, lo podas y fumigas si es necesario… El árbol crece y con él la ilusión y ganas de ver sus primeros frutos, poder recoger y saborear los primeros melocotones. En algún momento, empiezas a ver cosas raras, el color de las hojas no es el esperado, o la forma, o el tamaño… Pero piensas que es una cuestión del tipo concreto de melocotonero que has comprado… Hasta que un buen día ves los primeros frutos, los observas crecer y algo no te cuadra… Tu melocotonero está dando manzanas… Intentas corregirlo, pruebas mil y una cosas que te recomiendan, para que tu arbolito te ofrezca los anhelados frutos que tanto esperabas. Pero no importa lo que hagas, porque tu árbol frutal resultó ser un manzano. Y tú, por desgracia, odias las manzanas.

No cortarás tu árbol y no lo arrancarás de raíz —en este supuesto, digamos, es ilegal—. Tampoco lo devolverás, porque no hay dónde hacerlo. En cambio, dejarás de cuidarlo con el mismo mimo y, a lo sumo, tratarás de sacar partido a esas asquerosas manzanas. Quizás puedas hacer mermeladas y venderlas. Tal vez, si haces tartas… A los vecinos les gusta la tarta de manzana, puede que el arbolito sirva para mejorar tus relaciones. Al fin y al cabo, qué más vas a esperar de un maldito y asqueroso manzano.

Todo eso por no hablar del dolor, la pena, de no haber conseguido el tan deseado melocotonero…

Así que, sí, todo este dolorosísimo proceso me ha servido para comprender y asumir que soy un lindo gatito que creció y, ya de adulto, resultó no ser tan bonito. Soy un árbol frutal que ofrece los frutos incorrectos para el jardín al que me trasplantaron. Soy lo que sobra. Y lo que, en todo caso, está mal.

Y todo, que duele horrores —vamos si duele…— ha resultado, por fin, liberarme.

Si soy un manzano, quizás sea el momento de asumirlo y empezar a comportarme como tal. Como manzano, al fin y al cabo, nunca se me aceptará y no importan en absoluto lo que haga.

Así que ya da igual si algo debe o no debe contarse según las normas sociales aplicables a los melocotoneros: ¡Yo soy un puto manzano! ¡Mis frutas son manzanas! Manzanas hermosas, redondas, dulces, rojas… Y, obviamente, jamás podrá ser ni el peor de los melocotoneros, porque nunca he sido uno de ellos. Eso sí, como manzano, queridos, como manzano soy jodidamente preciosa.

Y ya da igual si algo debe o no contarse.

No importa si está bien o mal seguir estudiando a mi edad.

Tampoco importa si escribo o no, ni qué escribo, ni dónde, ni cómo.

Mucho menos importa de qué tratan mis textos, mis libros, porque sea ficción o no lo sea, siempre, al final, acabo hablando de mí, de mi mundo, de mis dulcísimas y rojas manzanas.

Y el otro día le dije a alguien que mis textos confesionales solían tener tanto de realidad como de ficción, por no decir que, a veces, la segunda, gana a la primera, porque la realidad suele ser asquerosamente aburrida y necesita sal y especias para lucir.

Por una vez, digo con la cabeza bien alta, que aquí no hay nada de ficción, solo realidad.

Dolorosa, cruda e incómoda realidad.

O, si lo prefieres, un buen cesto lleno de bonitas y sabrosas manzanas rojas.

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