Días perdidos, hallazgos inesperados

Ayer estuve trasteando entre mis archivos viejos. No, no fue un ataque de nostalgia —aunque podría haber sido—, sino porque quiero reordenar el material que tengo publicado y ver, de lo retirado y almacenado, a qué se le puede dar una segunda vida, qué es mejor archivar, qué podría reinventarse e, incluso, qué puede ser una semilla de algo mayor.

Perdí la mayor parte de la jornada en esa aventura, cosa que no es de extrañar dado mi estado físico y cómo me deja la medicación estos días, Y no, no encontré lo que había iniciado la búsqueda: el archivo de la maqueta en QuarkXPress de uno de los libros que tengo publicados y que contiene direcciones web y enlaces a blogs que ya no existen y que me gustaría actualizar. En cualquier caso, todavía me quedan dos cajas virtuales enteras en las que trastear, así que estoy bastante segura de poder encontrarlo.

En cambio, sí que encontré un montón de material que había olvidado y algo menos tangible pero más impactante, al menos a mis ojos: la evolución de mis textos y mi voz. No era consciente de cómo había cambiado a lo largo de los años y, la verdad, me impactó, aunque es obvio pensar que, como en tantas otras cosas, el mero paso del tiempo cambia la escritura, el estilo, el tono, los temas de cualquier escritor…

Esa es la otra cosa que me impactó, la consciencia —extraña, inesperada— de que soy una escritora. Es decir, de ningún modo concibo que se pueda percibir una evolución rastreable en la voz, tono, estilo, temas de los textos de nadie que no sea un escritor. Y, de pronto, he comprendido que lo que te hace o no escritor es esa voz, única —mejor o peor, ahí no voy a entrar—, que es propia y exclusiva pero que cambia, al igual que lo haces tú.

Eso y la consciencia de escritura… Ni siquiera sé si esta expresión tiene sentido, pero me refiero a ese pensar sobre lo que se escribe desde diferentes puntos de vista, que van del estilístico al temático, pasando por el gramatical y hasta el ortográfico. La toma de decisiones conscientes sobre el uso de la puntuación, la elección de una u otra palabra, la extensión de las frases o los párrafos.

Se trata, de alguna manera, de entender la escritura, por un lado, como la expresión del escritor, y que, como tal, cambia y evoluciona con él, pero también como actividad reflexiva, sobre los temas que trata, por un lado —sea uno mismo, como estos diarios míos o la existencia de los dragones— y, más allá de eso, sobre sí misma.

Y, joder —y, sí, estoy eligiendo en este momento esta expresión, consciente de todas las implicaciones de esta elección o de la mayor parte de ellas—, de pronto el hecho de ser escritor se me antoja como el ejercicio de meditación más completo que se me ocurre.

Y eso me encanta.

Pero volviendo al mundo real, lejos de las reflexiones sobre si me gusta o no que el uso de conjunciones copulativas al inicio de frase sea una de mis marcas estilísticas con todo lo que esa elección conlleva, diré que, en mi aventura arqueológica entre textos viejos encontré al menos dos que he decidido rescatar y reutilizar en breve.

El primero, un relato de zombies —sí, zombis—, que forma parte de otra cosa de la que puede que en otro momento hable, y que, por lo pronto se va a un concurso de Halloween.

El otro es un texto raro, que pertenece a otra Carmen, otra vida, pero que creo que tiene algo que lo acerca a esta versión de mí y que, en un arranque de soy rebelde porque el mundo me hizo así he decidido publicar en pdf y repartir por ahí, no sé si como gancho para atraer gente al blog o solo porque me apetece. En fin, que cuando esté listo, por supuesto, lo compartiré por aquí también.

La moraleja de todo esto es que, a veces, los días que parecen perdidos y las búsquedas en apariencia infructuosas, en realidad son todo lo contrario.

¡Feliz fin de semana!

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