Cuando la enfermedad se convierte en mito

Estar enferma es un asco. No hay otra forma de decirlo ni acepto discusión al respecto.

Pero, es verdad, tengo días buenos y días malos.

Vale, la mayoría son malos. Hay algunos regulares. Y unos pocos buenos.

Pero hay días buenos y eso es importante. Mucho.

Hoy es uno de los buenos. Tan bueno, que hasta me he atrevido a ponerle voz al vídeo que he compartido en TikTok. ¿Tenéis idea de cuántos días hacía que el mero hecho de hablar era un esfuerzo titánico? Y hoy le he puesto voz a un vídeo… Claro, que, a diferencia de otras veces —antes de la catástrofe…—, solo he hecho una grabación y, por suerte, ha ido bien. No he repetido nada. No he buscado nada parecido a la perfección. Ni siquiera a la corrección. Ha salido lo que ha salido. Pero ha salido algo… Y, sí, después de grabar el audio he tenido que descansar. Y después de montar el vídeo, también.

Pero hoy es un día bueno. Y es difícil explicar hasta qué punto eso es esperanzador.

También los días regulares son importantes y me ayudan a mantenerme optimista. Gracias a ellos estoy rebuscando en los cajones digitales olvidados, en ese desván de ceros y unos que son los blogs pasados, las aplicaciones de almacenamiento, los discos duros externos, los pendrives y, sí, también en los cuadernos en papel, los apuntes, las notas.

La enfermedad puede ser una oportunidad

Es curioso como este episodio, que todavía tengo que bautizar oficialmente porque lo de catástrofe es demasiado general, está funcionando como una suerte de túnel del tiempo que me ha llevado a enfrentarme a mi pasado, tanto al bueno, ese que tengo tan idealizado, como al malo, que, del mismo modo, y justo al revés, he demonizado hasta el extremo.

Y, sí, todavía voy a decir que este gran desastre, que me tiene atada a la silla, la almohadilla de calor y una bárbara cantidad de pastillas de efectos psicotrópicos, está teniendo efectos positivos que nada tienen que ver con el viaje farmacológico en el que estoy inmersa. O puede que sí.

En cualquier caso, más allá de recuperar un arsenal de textos perdidos que estaban cogiendo polvo digital —y sí, eso existe, no me discutáis— y real, está causando que vea mi trayectoria creativa con otros ojos —sigo sin referirme al subidón, aunque sigo sin descartar su influencia— y me replantee dónde estoy, qué hago aquí, de dónde vengo y, sobre todo, cómo he llegado hasta aquí y adónde demonios quiero ir.

Tan es así, que, de no ser porque suena demasiado dramático, diría que mi cuerpo y mi mente —quién sabe si en confabulación con mi alma— han decidido coordinarse para que mi crisis de la mediana edad sea de nivel épico. O, incluso, diría, legendaria

Tanto, tanto es así que, a veces, pienso que mi dolor físico —los distintos dolores, quiero decir, porque no creeréis que esto afecta a una única parte de mi cuerpo… Por favor, eso sería demasiado fácil y normal— es una expresión de los «dolores de la mente y el alma» que tan bien he aprendido a ignorar. En ese escenario, el viaje psicotrópico y, por supuesto, el viaje en el tiempo serían algo así como herramientas para cuidar y sanar cada una de esas heridas invisibles; la mayoría de ellas, ya que estamos siendo sinceros, relacionadas con la absurda necesidad de escribir y el sueño de dedicarme en exclusiva a ello, más absurdo todavía.

La mitología como herramienta para comprender la realidad

Voy a ir más allá, pero recordad que escribo esto en un estado de consciencia que cualquier juez declararía como alterado, diría que estoy viviendo toda una iniciación chamánica. O, yendo a conceptos con los que me siento más cómoda, un descenso a los abismos para renacer, cual misterio eleusino o rito mitraico, ya sabéis, de esos en los que desciendes al Inframundo para superar (o no) una prueba y regresar renovado.

Así que, cual moderna Isis —que me perdonen los dioses antiguos por tal comparación y, vosotros, lectores, si seguís aquí, atribuid a los fármacos el salto atrás cultural—, siento que estoy descendiendo al Duat a buscar los restos de mi amado y resucitarlo, que, en mi caso, no es Osiris, sino la escritura, el sueño de ser escritora, y, ojo, si esto sale bien, concebir a Horus, que, para hacerlo corto, diremos que es el dios más importante de Egipto.

Si me pongo en extremo junguiana, cosa que no me cuesta demasiado dada mi obsesión con los mitos, su vigencia y papel en nuestras vidas, podría interpretar mi enfermedad como ese proceso de búsqueda del cuerpo fragmentado de mi, digamos, carrera de escritora (¡qué osada me hacen las drogas!), su reconstrucción y resurrección gracias a la magia.

Eso, siguiendo el mito de Isis, me haría algo así como señora del Duat o del Inframundo, entendiéndolo como ese mundo especial, distinto del mundo mundano anterior. Y, hete aquí lo interesante, supone la posibilidad de concebir «un hijo póstumo con «el resucitado» ». Es decir, una nueva obra, pero no distinta ni independiente de lo anterior (no con otro padre), sino relacionada con ello (hija de esa existencia anterior). Y, si me pongo literal, atendiendo a la importancia de Horus en el panteón egipcio, diría que, dicha obra, será la más importante de todas.

El relato y el mito como herramienta para resistir

A tenor de todo lo anterior, y atendiendo a mi estado, me vais a permitir que me aferre al mito de Isis, y, como dirían Maureen Murdock y Jean Shinoda Bolen o Maria Tatar, deje que el mito me atraviese, encarne en mí, se desarrolle por completo y, cuando, esté lista, me libere para poder encarnar el mito siguiente.

Al final, la vida real, la mitología y la fantasía no están tan alejadas la una de la otra como a primera vista puede parecer. Mucho menos para quienes, con más o menos éxito, nos dedicamos a estos temas, sea profesional o académicamente. Y, más todavía, cuando la aproximación se hace desde la más salvaje creatividad.

En todo caso, tanto fantasía pura como mitología, en tanto que relatos ambas, son magníficas herramientas en las que apoyarse cuando, en apariencia, la vida real ha perdido cualquier apariencia de estabilidad.

Digo más, en vista del dolor y del viaje alucinógeno en el que estoy inmersa, ahora mismo, fantasía, mitología y psicología junguiana aplicada son mi clavo ardiente favorito.

Al fin y al cabo, cualquiera, creo, elegiría verse como Isis en mitad de una prueba en lugar de como enferma sin solución a la vista.

Bibliografía sobre mitos, mujeres y narrativa

Por si os interesa, aquí os dejo mis tres libros de cabecera sobre el tema de la aplicación de la teoría junguiana a la mujer, muy útiles para el día a día, pero también para la narrativa. Un buen trasfondo mítico siempre fortalece al personaje porque son estructuras que, de un modo u otro, tenemos interiorizadas.

Bolen, J. S. (2002). Las diosas de cada mujer: Una nueva psicología femenina. Kairós.

Murdock, M. (2010). Ser mujer: un viaje heroico (P. Gutiérrez, Trad.). Gaia Ediciones.

Tatar, M. (2023). La heroína de las 1001 caras (A. I. Sánchez Díez, Trad.). Koan.

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