Hace unos diez años, o quince, quizás, esa pregunta habría sido muy fácil de responder porque, básicamente, siempre iba vestida igual, desde la adolescencia: jeans, camiseta oscura, rebeca negra, botas negras. Así que, si tuviera que elegir, supongo, por lógica, debería remitirme a la que durante tantos años ha sido mi forma de vestir habitual.
Pero, en torno a los treinta, algo empezó a cambiar en mí y en mi forma de vestir. Para explicarlo corto, diré que la vida se puso difícil -mucho- y, paulatinamente, yo fui sacándome el negro de encima y cambiándolo por colores y estampados que jamás habría considerado antes. Algo similar sucedió con los tejidos y los tipos de prendas.
Aunque eso no fue lo único, externo o interno, que cambió en esa época. También coincide, año arriba o abajo, con el momento en que dejé de escribir. O, al menos, de hacerlo para afuera. Cuando cumplí 35 años mis novelas en curso se habían detenido, los blogs estaban en privado y mi armario se había llenado de colores y vestidos.
Creo que en mi particular universo, el luto se expresa en colores vivos y páginas en blanco.
Quería terminar este post con una frase que indicase cuándo empecé a salir de mi agujero technicolor y silencios por escrito, pero lo cierto es que creo que empecé a salir tan pronto como llegué al fondo y que estos siete años desde entonces han sido de puro ascenso, lento, doloroso e inconstante. Pero siempre hacia arriba.
Ahora asocio los jeans y el color negro con un pasado brillante y espléndido y los colores y estampados con esa senda de ascenso. Así que, quizás, lo honesto sea decir que, mientras pueda escribir, me da igual hacerlo desnuda o vestida, de negro o con vivos colores. Al final, me temo, los ropajes que importan, son los del alma.





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