Levantarse solo para volver a caer, o caer para volver a ponerse en pie una vez tras otra. No importaba el modo de decirlo, sino únicamente hacerlo, y Sofía ya no recordaba cuántas veces había pasado por lo mismo en los últimos días. Las últimas semanas. Meses. Años. Hundirse, y hundirse un poco más, hasta tocar fondo, y una vez abajo, sacando fuerzas de algún lugar desconocido, impulsarse hacia arriba con los pies. Así que aquella no era una mañana especial, solo una mañana más, en la que se ponía la máscara de «todo está bien», se vestía con uno de sus trajes de pantalón y chaqueta y se iba a trabajar. Cada vez el fondo estaba un poco más abajo, algo más lejos, de eso sí se había dado cuenta. Del mismo modo que había comprendido que cada vez que se decía hoy es la última vez en realidad quería decir no sé cómo demonios parar. Pero daba igual, no importaba. No le importaba a ella, no le importaba a nadie.
Salió de casa, sintiéndose molesta por el repiqueteo de los tacones contra el suelo. Sabía que sería un día duro, una semana dura, y llevó una mano a su bolso, para asegurarse de que estaba con ella. Caminó como cada mañana hasta su despacho, saludó a todo el mundo cuando entró y agradeció a su secretaria el café con leche que acababa de dejar sobre la mesa. Una mañana normal, sin nada extraordinario. Salvo por el hecho de que sería la última, aunque, por supuesto, eso, ella no lo sabía. No podía saberlo.
Eran solo las once cuando hizo la primera escapada al lavabo de señoras, bolso en mano. Cada vez empezaba más pronto, cada vez llegaba más lejos. Y regresó a la una y media, antes de salir a almorzar, y después, cuando volvió de su comida de negocios, se encerró un rato largo a solas con su bolso, sentada sobre un retrete, perdida por unos minutos toda compostura. Solos, como estábamos, ella y yo. Reconozco, porque tengo que admitirlo, que me gustaba verla así, abandonada y completamente entregada a mí. Cosas del oficio, imagino, porque nada hay más hermoso que el instante en el que alguien comprende que su voluntad me pertenece, aunque esa comprensión llegue tarde, siempre, muy tarde. Sofía lo comprendió esa mañana.
Siguió su jornada, tan atareada como siempre, tan responsable, tan activa. Aunque en algunos instantes casi se dio cuenta del movimiento involuntario de una de sus piernas, o del escaso control que tenía de la mandíbula, a pesar de los chicles de menta y regaliz que masticaba a todas horas. Sofía era hermosa, incluso así, perdida en ella misma, perdida en mí.
A las ocho de la noche ya no podía llevar la cuenta de sus visitas al lavabo, aunque tampoco le importaba, la oficina ya se había quedado vacía y no había necesidad alguna de esconderse para que yo pudiera regalarle mis caricias. Dulce Sofía.
Sacó una botella de algún whisky escocés que en algún momento le había regalado un cliente y se sirvió una copa, intentando que el alcohol nos relajara a ambos, pero era tarde. Tarde para relajarnos, tarde para ella, e incluso tarde para mí. No había modo de que pudiera convencerme de que, en realidad, ella no era para mí. Lo era, tan mía como yo suyo, solos como estábamos en ese momento ambos en el mundo. Y lo supo, porque se levantó y repasó con cariño y asco por igual la estantería repleta de premios que había sido su única compañía durante aquellos largos años, desde que lo dejara todo por su carrera y por mí. Me sentía honrado, pero sobre todo encantado de que hubiera sido ella, tan fuerte, tan magnífica, la que se había rendido a mí. Allí donde otros tenían fotos de familia, ella tenía recuerdos de ambos. Aquella semana frenética terminando la campaña que lanzaría su carrera, jamás la amé tanto como aquellos días, y desde entonces Sofía nunca dejó de amarme a mí con la misma furia con que yo la necesitaba a ella.
Sofía, de pechos turgentes y corazón de piedra, ya había decidido que al fin por siempre sería mía. Pero ella aún no lo sabía. Se sentó de nuevo en su silla, con la cabeza llena de recuerdos y las manos temblorosas, quizás por tener más de mí de lo que debía, quizás por desearme con furia. Sacó la bolsita en la que guardaba el polvo mágico que nos unía, y yo me puse junto a ella, deseando que me viera, que supiera de mi existencia. Y creo que lo conseguí porque, durante un instante, antes de que agachara la cabeza sobre la mesa para introducir en su nariz el último tiro que tomaría, sus ojos se quedaron fijos en mí. Fue hermoso verla morir, aunque con su vida finalizara también nuestro juego. Al fin y al cabo, no debía de tener el corazón de piedra, porque fue ese músculo el primero que falló, acabando con ella, y con mi deseo de tenerla. En fin, Sofía… Fue hermoso mientras duró.
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Escrito y publicado en algún momento entre finales de 2012 y principios de 2013 con el título Sofía en mi antiguo y perdido Diario de una escritora.





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