La tormenta
Lorena miraba al cielo a través de la ventanilla del coche, hipnotizada con la hermosa tormenta que se había desatado de repente. No podía evitarlo, le encantaban las tormentas. Más aún las nocturnas. Siempre que tenía ocasión observaba embobada su furia eléctrica. Solo había una cosa que le gustaba más que contemplar las descargas eléctricas o dormirse arrullada por el sonido de la lluvia cayendo con fuerza: salir a caminar, brincar o bailar bajo la tormenta. Pero hacía muchísimo tiempo que no se daba el gusto de hacerlo, tanto como años habían pasado desde que había abandonado la pequeña ciudad que la había visto crecer para ir a vivir a la capital en busca del futuro que siempre había soñado. Ahora, aquel anhelado futuro profesional que tanto le había costado conseguir, se había convertido en pasado, y se había quedado vacía, perdida, rota y en la cola del paro.
La posibilidad de que pudiera reconstruir su vida profesional en breve era escasa, o nula, estando como estaba el mercado laboral. Pero, más allá de eso, Lorena no podía evitar preguntarse hasta qué punto quería recuperar la vida que había perdido. Si acaso a aquel soñado futuro que había convertido en su realidad se le podía llamar vida de alguna manera.
En los últimos años lo había sacrificado todo por su carrera, primero para conseguir que sus notas fueran las mejores de su promoción, después desvelándose en el puesto de becaria en la mejor empresa del sector, que había conseguido gracias a su expediente, todo ello con la vista puesta en conseguir un empleo estable en la compañía que le permitiera seguir desarrollando su carrera. Un empleo que consiguió y por el que se desvivió, trabajando durante inacabables jornadas, renunciando a fines de semana o a vacaciones, con tal de poder aspirar a un puesto directivo y ver cumplido su sueño.
Y todo ello para que, una vez realizado, su sueño se convirtiera en polvo a través de una fría carta de despido. Porque Antonio, quien había sido su mentor desde que entrara en la empresa y su jefe directo, no había tenido el valor ni de comunicarle el despido a la cara.
Él sabía a cuánto había renunciado por su trabajo, por la empresa. Sabía que hacía ya tres años que no iba a visitar a su familia, que los únicos amigos que tenía eran las mujeres con las que compartía piso, porque se había ido distanciando de los demás a causa del trabajo. Incluso a ellas casi solo las veía cuando se cruzaban por la casa antes de acostarse o al levantarse por las mañanas. Antonio sabía perfectamente qué significaba su empleo para ella y ni siquiera había tenido la decencia de dirigirle una palabra de ánimo o una disculpa después de que hubiera leído la fatídica carta. Nada. Se había limitado a apartar la vista y esperar a que saliera de la oficina.
Lorena había tardado varios días en asumir que había sido despedida y, al fin, llorar y gritar de rabia por la pérdida. Por supuesto, sus compañeras de piso, sus amigas, habían estado a su lado tanto antes como después de que se hundiera, y, solo entonces, gracias a su apoyo y comprensión, había ido dándose cuenta de lo vacía que había estado realmente su vida hasta ese momento.
Había creído tenerlo todo y, en realidad, no tenía nada. Se había distanciado de su familia hasta el punto de que ya a duras penas se dirigían la palabra, había perdido el contacto con todos los amigos que alguna vez hubiera tenido, salvo con sus compañeras de piso, y eso último había sucedido más por casualidad que por su voluntad de conservar amistad alguna. De hecho, era una pésima amiga, y también una terrible compañera que creía que podía sustituir las tareas que no hacía o el tiempo que no compartía pagando un poco más de alquiler que las demás. Y su vida sentimental se limitaba a los ligues de fin de semana a los que nunca volvía a llamar después de abandonar su cama por la mañana.
Pero más allá de eso, también había renunciado a todo lo que le gustaba, y lo peor era que hasta después de haber perdido el trabajo y verse todo el día metida en casa no se había dado cuenta de nada. ¿Cuándo había sido la última vez que había leído una novela? ¿Desde cuándo no pasaba una noche de viernes de película y pizza en casa? ¿Y la última conversación con sus amigas? ¿Cuándo había caminado, brincado y bailado por última vez bajo la lluvia?
Había dejado tantas cosas por hacer, había renunciado a tanto sin darse cuenta siquiera de que lo hacía, que sentía que había perdido un montón de maravillosos años de su vida. Seguramente los mejores de ellos. Pero todavía estaba a tiempo de hacer algo, de cambiar su propia historia, aunque no tenía ni la menor idea de cómo rehacer su vida para que fuera digna de ser llamada de esa manera. Porque la vida tenía que ser necesariamente algo más que una existencia esclavizada en pos de la consecución de unos objetivos, que después se demostraban vacíos de un verdadero valor y contenido. Estaba segura de ello, pero no sabía qué debía buscar, ni cómo, ni dónde.
Sus amigas pensaban que seguía deprimida ya no solo por la pérdida de un trabajo que lo había sido todo para ella, sino también por la nula respuesta a todos los currículos que creían que había enviado. Pero nada tenía que ver lo que le ocurría con su situación laboral. Ya no. Ahora estaba buscando un sentido a su vida, a la vida en general, y se sentía triste y frustrada porque no era capaz de encontrarlo. Solo sabía que durante todos aquellos años le había faltado algo, lo más importante, quizás, pero no tenía ni la menor idea de qué era eso que no tenía pero necesitaba tanto como el aire para respirar.
A causa de ese desconocimiento, y un tanto llevada por la frustración de no dar con una respuesta satisfactoria para su búsqueda, había optado por ir recuperando lentamente todas y cada una de las cosas que había ido dejando atrás. En los últimos meses desde que había perdido el trabajo se había volcado en la relación con sus compañeras de piso y había comprendido, al fin, que eran, y siempre habían sido, sus amigas, aunque ella no se había merecido en ningún momento su amistad. También se había ocupado de las tareas de la casa y había descubierto que tenía cierta habilidad para la cocina y que aborrecía todo lo relacionado con la colada. Había leído, visto películas, ido al teatro, bailado, reído, llorado…
Y también había intentado retomar paulatinamente el contacto con su familia, aunque, de todo, eso estaba siendo lo más complicado y no le extrañaba en absoluto que así fuera. De todo lo que había sacrificado por el supuesto bien de esa carrera, que al final se había revelado absurda e inútil, nada le había dolido tanto como dejar de lado a su familia. Sus hermanas nunca le habían perdonado que se marchara de casa cuando su madre estaba gravemente enferma, mucho menos que no se tomara ni un día libre para asistir siquiera al entierro cuando falleció dos años después. Su padre y su hermano pequeño eran los únicos que todavía le dirigían la palabra, aunque sus conversaciones no iban más allá de una charla cortés e insustancial.
Pero Lorena se había propuesto recuperar la relación con su familia, igual que todo lo demás que había perdido o abandonado. Y ese momento era tan bueno como cualquier otro para hacerlo y rescatar del pasado una de las cosas que más extrañaba.
—¿Se puede saber a qué estáis esperando? —preguntó a sus amigas mientras se inclinaba hacia delante entre los asientos delanteros.
—A que pare de llover —respondió Nuria.
—O, al menos, a que no lo haga con tanta fuerza —añadió Sonia, que seguía trasteando con el teléfono móvil mientras lo movía de un lado a otro para tratar de recuperar la cobertura de datos.
—¡Deja eso ya! —ordenó y le arrancó a Sonia el móvil de las manos.
—¿Pero qué haces?
Sonia intentó recuperar el aparato, pero ella se lo escondió tras la espalda y se echó hacia atrás en el asiento.
—Nos hemos perdido y es toda una aventura, no quieras estropearla con ese trasto —explicó, mientras esquivaba los intentos de Sonia por recuperar el teléfono—. Patri, ¿no has dicho que si el conjuro surtía efecto habría extrañas casualidades?
Patricia asintió, confundida.
—Pues yo creo que esto es una extraña casualidad que tenemos que aprovechar. Llevo semanas deseando poder disfrutar de una buena tormenta, caminar y bailar bajo la lluvia —explicó, comprendiendo que quizás las ganas que sentía por algo tan simple como eso estaban directamente relacionadas con aquello que buscaba—. ¿No es curioso que justo hoy, después del conjuro de Patricia, haya pasado esto?
—Tú lo llamas curioso, yo lo llamo desastroso —se quejó Nuria.
—¡Qué va! —dijo Patricia, sonriendo—. Lorena tiene razón. ¿No queríamos una aventura para romper con la rutina y olvidarnos de los problemas? Pues esto lo es.
—Exacto —convino, más animada ahora que Patricia se había sumado a su causa—. Venga, bajemos del coche.
—Espera, espera —pidió Nuria a la vez que levantaba ambas manos para enfatizar sus palabras—. Sí, queríamos una aventura, pero no mojarnos y pillar una pulmonía.
—A lo mejor yo sí quiero esa pulmonía —la interrumpió Sonia y las sorprendió a todas—. Quizás eso es exactamente lo que necesito para olvidarme de los problemas y la rutina.
Sonia abrió de par en par la puerta y dio un pequeño grito cuando el agua la salpicó. Pero en lugar de echarse atrás, se desabrochó el cinturón y saltó fuera del coche, dando brincos y chillando cuando la lluvia la empapó por completo casi de inmediato.
Antes de darse cuenta de lo que hacía, Lorena estaba empujando el asiento del coche en el que Sonia había estado sentada para unirse a ella y a su absurdo bailoteo bajo la lluvia.
—¡Está helada! —gritó Patricia que había salido del coche justo detrás de ella.
—Pero sienta tan bien… —murmuró Lorena con el rostro levantado hacia el cielo y mientras gozaba de la suave y refrescante caricia del agua de lluvia sobre la piel—. Hacía años que no disfrutaba de esto. Lo echaba tanto de menos.
—Propongo que empecemos a caminar hacia la casa cuanto antes o todas acabaremos consiguiendo esa pulmonía que Sonia tanto parece desear —gruñó Nuria desde detrás de ellas.
Lorena oyó a sus amigas darle la razón a Nuria, pero no les hizo caso, concentrada como estaba en aquel momento que le parecía verdaderamente mágico. Y no fue hasta que un estruendoso trueno acompañó a un relámpago que la obligó a abrir los ojos cuando comenzó a caminar detrás de sus amigas, que ya le sacaban una buena ventaja.
—¡Esperadme!
—Date prisa —ordenó Nuria, que parecía claramente molesta con ella.
No tardó en alcanzarlas y enlazó su brazo con el de Nuria, que caminaba cabizbaja.
—Lo siento, no quería que te enfadaras.
—No me enfado, me mojo —protestó Nuria.
—Bueno, no puedo decir que no quería que te mojaras…
—No pasa nada, es que no me gustan las tormentas. Me asustan —explicó Nuria.
Lorena se fijó en la expresión de su amiga y comprendió que estaba pasando un verdadero mal trago.
—No lo sabía… —se excuso y vio a Nuria quitarle importancia con un movimiento de cabeza—. De verdad que lo siento —insistió.
Y era cierto que lo sentía. Mucho. ¿Cómo podía ignorar que a Nuria le asustaban las tormentas después de más de seis años viviendo juntas? Realmente debía de ser la peor amiga del mundo.
—No te preocupes. —Nuria estrechó su brazo, la acercó a ella y sonrió picardía—. Se te ve feliz y hacía tanto que no te veía así que el remojón vale la pena. Además, solo de pensar lo que diría Miguel si me viera de esta guisa ya me doy por satisfecha —susurró a su oído.
Las dos rompieron a reír, detenidas bajo el chaparrón, hasta que un trueno apagó de golpe las carcajadas de Nuria.
—Venga, démonos prisa que esto no me hace ninguna gracia —pidió mientras tiraba de ella y miraba a sus amigas con evidente preocupación en la mirada.
Caminar bajo la lluvia con aquellos tacones y en un camino pésimamente asfaltado y sin más iluminación que la de los relámpagos no era tarea fácil, pero la casa iluminada que habían visto desde el coche no estaba demasiado lejos y mientras se iban acercando la lluvia fue perdiendo intensidad hasta convertirse en poco más que una molesta llovizna. Aun así, ni los truenos ni los relámpagos cesaron en los más de quince minutos que tardaron en recorrer la distancia que las separaba de aquel lugar iluminado que, ya no había duda, era una especie de hostal o, quizás, un hotel rural, en vista del lugar en el que estaba.
Pero cuando al fin parecía que estaban a punto de llegar, encontraron unas enormes barreras negras que cerraban en el paso y en las que, hecho con la misma forja de la verja, se podía leer «Sombra».
Las cuatro se quedaron de pie frente a la barrera que las separaba del edificio de tres plantas que habían creído que sería un refugio seguro, o, al menos, un buen lugar en el que pedir ayuda. Pero, a pesar de la barrera, Lorena no podía apartar la vista de la construcción de altas y gruesas paredes encaladas, resaltadas por la iluminación que procedía del interior. El edificio, que siguiendo la típica arquitectura ibicenca parecía estar hecho de cubos de distintos tamaños adosados entre ellos para crear un conjunto al mismo tiempo caótico y armonioso, estaba a unos cincuenta metros de distancia. Y Lorena sentía la necesidad de llegar hasta él, ya no solo en busca de alojamiento o de ayuda, sino de algo más que no entendía de dónde provenía o qué era.
—Es extraño, si hay tanta luz es que está abierto, pero estas barreras… —se quejó Sonia, con evidente desánimo.
—Quizás tendríamos que volver al coche —dijo Nuria, que cada vez parecía más cerca de entrar en pánico.
—Ni hablar. Las barreras solo son barreras y no quieren decir nada —dijo mientras recorría la distancia que la separaba de la verja y empujó hasta que se abrió sin protestar.
—¡Qué bien, está abierto! —Nuria se puso enseguida a su lado y tiró levemente de ella para que empezara a caminar hacia el que debía considerar un lugar seguro.
—¿Esto no es allanamiento de morada? —preguntó Patricia desde detrás de ellas.
—Ese delito no existe en España —explicó Sonia, tirando de Patricia para que caminara con ella—. Ves demasiadas películas americanas.
—Si esto fuera una película americana, siendo hoy Halloween y con la tormenta… —empezó a decir Nuria, pero Lorena tiró enseguida de ella y la obligo a seguir caminando.
—¡No digas tonterías! —se quejó, poco dispuesta a que sus amigas le fastidiaran la aventura—. Esto no es una película americana, ni mucho menos de esas. Esto es nuestra aventura.
—¡Cierto! —dijo Sonia, de nuevo animada—. Además, ¿cuántas de esas pelis pasan en Ibiza? Ninguna.
—Supongo que tenéis razón —admitió Nuria.
—Pues claro que la tenemos.
—Chicas —llamó Patricia y provocó que todas se pararan de golpe—. Este lugar es precioso —dijo a la vez que señalaba hacia la fachada que tenían enfrente.
Habían estado tan absortas en la conversación, y seguramente tan asustadas como la propia Nuria estaba, que ninguna había prestado atención alguna al edificio hacia el que caminaban. Pero ahora que lo tenían enfrente, y gracias a la iluminación que procedía de las ventanas, Lorena comprendió que de ninguna manera ese lugar podía ser el escenario de una de las películas de terror a las que se refería Nuria. Ni tampoco un hostal. Más bien parecía una antigua finca señorial reconvertida en hotel rural.
Aún con toda la sencillez que las líneas rectas y el color blanco le otorgaban a la construcción, el edificio estaba cuidadosamente conservado. Numerosos detalles, propios de la vida en el campo de la isla o de la artesanía local, decoraban el pequeño porche que rompía la sobriedad de la entrada y enmarcaba un enorme portal con dos gruesas puertas de madera labrada y decoradas con sendos llamadores de forja. A cada lado, dos aros de metal en las paredes, que debían de haberse usado para atar a los animales de tiro, recordaban el carácter rural del lugar.
—No me hubiera importado que la oferta incluyera un hotel como este —murmuró Sonia.
—Bueno, ahora estamos aquí, que es lo que cuenta.
Lorena avanzó hacia la enorme puerta y, sin pensarlo, la empujó igual que había hecho con la barrera. Y, del mismo modo, la puerta cedió sin esfuerzo, abriéndose ante ella, que se encontró frente a frente con un alto y atractivo hombre que la miraba con expresión sombría.puerta cedió sin esfuerzo, abriéndose ante ella, que se encontró frente a frente con un alto y atractivo hombre que la miraba con expresión sombría.