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  • Manual imprefecto nº 0: escribir a pesar de todo

    Manual imprefecto nº 0: escribir a pesar de todo

    Bienvenides al «Manual imprefecto de una escritora en apuros» (sí, está mal escrito, y sí, es a propósito) o, para abreviar, Manual imprefecto.

    Aquí no vais a encontrar grandes teorías de escritura, ni fórmulas mágicas para publicar superventas en tres meses —ni en tres años—.

    Lo que encontraréis es otra cosa: confesiones, trucos de supervivencia, reflexiones con café frío y notas garabateadas en servilletas. Dicho de otro modo, mis trucos y aprendizajes acumulados a lo largo de los años sobreviviendo a la pulsión ineludible de escribir. Algunos son más útiles, otros menos. Unos te ayudarán a centrarte, otros a desestresarte, otros a tener ideas cuando las musas se van de vacaciones y muchos a mantener el foco en lo que quieres, aunque, lo sé, lo olvidamos constantemente: escribir, sencillamente escribir, y que eso sea el centro de tu vida.

    No te aseguro que vayas a conseguir absolutamente nada. Puede que no escribas más que antes ni que tengas más o mejores ideas por seguir las recetas de este manual con complejo de grimorio. Mucho menos te prometo que publicar resulte más fácil, ni que ganes lectores, ni que aumenten las ventas o suban tus seguidores y alcances la fama.

    Estas páginas no van de esto.

    Ni siquiera es un manual para mejorar tu escritura y acercarte un poco más a aquella estupidez de la perfección. Ni tampoco pretende que superes el síndrome del impostor, el de la página en blanco, el del bloqueo por éxito ni ningún otro que puedan sacarse de la manga.

    Es todo mucho más sencillo.

    Este es, sin más, un manual para escribir —y seguir escribiendo— a pesar de todo y de todos.

    Espero que te sea útil. Al menos, a mí, me lo está siendo.

  • Después de la tormenta, quedan las palabras

    Después de la tormenta, quedan las palabras

    Ayer pensaba en hacerle un cambio de imagen al blog. Bueno, más que solo pensar, estuve trasteando con la plantilla, intentando hacer secciones, una presentación, una página sobre mí mínimamente decente, otra con mis libros publicado y demás. Ya sabéis, para darle un aire no sé si más profesional o más de «ir en serio», aunque la experiencia me dice que cuanto más en serio voy con algo, peor lo hago y más me bloqueo.

    En fin, que me dio por ahí, seguramente también porque mis actividades ahora mismo se limitan a las que puedo hacer sentadita, con la almohadilla eléctrica a la espalda dándome calor y, a poder ser, relajada. Claro que, también podría leer, pero eso depende más de la medicación, que tiene la odiosa costumbre de hacer que, a veces, las letras se muevan. Mover bloques en el editor de WordPress, obviamente, requiere menos detalle que la lectura —y, por suerte— vivimos en la era del auge del audiolibro. Escuchar y dictar, por cierto, se han convertido en mis actividades favoritas cuando leer y escribir son habilidades temporalmente fuera de servicio.

    A lo que iba, que me voy por las ramas con las divagaciones y nunca llego a puerto: Intenté remodelar y, como puede verse con un solo vistazo, fracasé. Bueno, al menos, en lo que respecta a la reorganización del blog, porque algo de provecho sí que saqué de la malograda aventura de rediseño.

    Por un lado, comprendí que si mi idea no termina de cuajar es porque el contenido del blog, ahora mismo, no da para secciones. O, al menos, no para secciones relevantes. Y crearlas solo para añadir un sobre mí y una página con mis libros me resulta, como poco pretencioso. Así que, en primer lugar, se trata de añadir el contenido que quiero que forme parte de las secciones y, cuando sea suficiente, crearlas y, si entonces me parece algo menos ególatra —atendiendo que me paso los días escribiendo sobre mí, no será difícil llegar a ese punto…—, crear esas dos páginas o secciones o lo que sea, sobre mí y mis libros.

    Por otro lado, mientras barruntaba sobre cómo traer el contenido que tengo por otros lares para crear las susodichas secciones que todo lo empezaron —bueno, no, en realidad todo lo empezaron los bloques, pero mejor dejar los detalles sobre eso para otro momento—, como el primer relámpago que rompe la noche antes de que nadie sospeche incluso que se acerca una tormenta, se me ocurrió una idea para escribir textos de ficción —¿entradas sueltas? ¿series? ¿relatos? capítulos?— exclusivos para el blog. Así los otros proyectos seguirán sus caminos —quizás hasta que cree el tan temido sobre mí…— y este blog tendrá su proyecto propio.

    Tan buena me pareció la idea que no solo la apunté donde anoto todas esas ideas que se me ocurren y que no sé si llegarán algún día en convertirse en texto, sino que también me la envié a mí misma por correo electrónico, decidida a que la entrada de hoy en el blog fuera ya, directamente, sobre el tema en cuestión. Y, por si sonaba raro pasar de golpe y sin aviso del diario a la ficción descarnada, escribir una introducción breve, que rompiera el hielo, y sirviera, de paso, de aviso a lectores desprevenidos.

    Lo más asombroso, no obstante, fue que, tan rápido como tomé esa decisión, un nuevo relámpago, acompañado ahora de un estruendoso trueno partió en dos el cielo nocturno. Fue el anuncio definitivo del chaparrón despiadado que, acompañado de violento viento, cayó sobre mí y me desarmó.

    Dejé de anotar ideas y de autoenviarme emails en el momento en el que el sonido de un trueno solapaba al otro y me limité a disfrutar de la tormenta. Cómo me gustan las tormentas, sobre todo si son nocturnas, y cuánto hacía que no vivía una similar…

    Lo más importante, sin embargo, no es la cantidad de agua, ni la fuerza del viento, ni cómo los relámpagos iluminaban el cielo nocturno ni el tremendo estrépito de los truenos… No, lo importante es todo lo que la experiencia dejó, cómo se limpió la atmósfera, se relajó el ambiente y el agua y el viento arrasaron con todo lo que no debía estar allí, con todo lo que sobraba.

    Y no, no estoy hablando de meteorología.

    Aviso a navegantes: Mi libreta de notas está llena —la última reza «comprar nueva libreta» y mi bandeja de correo llena a rebosar con mensajes que me he enviado yo misma. La idea, ahora mismo, es subir la apuesta a dos entradas de blog al día, la de diario, ya tan acostumbrada, y la que surja de la tormenta. En cualquier caso, no prometo nada, salvo disfrutar del espectáculo natural de cada tormenta, cada sequía, cada tornado, cada ola de calor, cada nevada, cada fuerte ráfaga de Tramuntana y, por supuesto, contároslo.

    Y no, ahora tampoco hablaba de meteorología…

  • Acepto dolor como animal de compañía

    Acepto dolor como animal de compañía

    Ayer tuve médico.

    Volví a casa cargada de pastillas y una brújula que apunta a un diagnóstico que no me hizo ni pizca de gracia: Fibromialgia.

    Como digo, no era un diagnóstico, solo una orientación. Faltan más pruebas, muchas más, me temo, y ver cómo funciona el arsenal de pastillas que me han recetado y que me da pánico tomar.

    Y sí, ayer estuve mal. No solo físicamente —que también— sino emocionalmente. Esa orientación diagnóstica, que no es nada, pero dice mucho, me sentó como una patada en el hígado.

    Pero hoy me he levantado optimista. Hasta feliz, diría. Bueno, vale, no me he levantado así, las primeras horas de la mañana siempre son terriblemente rígidas y dolorosas, pero cuando el movimiento suaviza la rigidez y la almohadilla de calor matiza el dolor hasta hacerlo soportable, es cuando puedo empezar a ver realmente cómo estoy. Y, vaya, teniendo en cuenta todo el cuadro, diría que, al menos emocionalmente, estoy bien.

    No, no penséis que mis nuevas drogas han empezado a obrar milagros anímicos, aunque todavía no físicos, porque no he empezado a tomarlas. Necesito concienciarme, qué queréis que os diga.

    Es más bien que, de todos los diagnósticos posibles, ese de la fibromialgia es de los menos malos. Doloroso, sí. Difícil de sobrellevar, sí. Pero pensad que leéis a alguien que carga con, al menos, una enfermedad autoinmune que afecta a los órganos internos y a los vasos sanguíneos y que ya ha tenido que ser intervenida una vez del corazón. Alguien que depende de la medicación para seguir con vida. Si esto de ahora lo único que provoca es dolor, pues bueno… tan malo no es, ¿no?

    Hoy, no sé cómo ni por qué, tengo la certeza de que superaré esto, que aprenderé a vivir con ello, igual que he aprendido a vivir con todo lo demás. Y que, a la larga, acabará siendo solo una circunstancia más de tantas, que conforman quien soy, sí, pero que no me definen por sí mismas.

    Así que, sí, mañana sumaré el nuevo arsenal de pastillas a mi ya nada desdeñable provisión diaria, seguiré a pies juntillas las instrucciones de dieta, estiramientos, estilo de vida y demás y, sobre todo, me enfocaré en volver a ese punto de equilibrio, que es mi normalidad, en el que me encontraba antes del desastre.

    Por supuesto, porque una es como es, no me quedaré con un montón de pastillas y cuatro trucos de día a día para salir de aquí. Buscaré un psicólogo, para empezar. También probaré con la rehabilitación, la acupuntura, el yoga suave, la meditación y la homeopatía y todo lo que haga falta.

    En fin, que tengo la firme convicción de superar este bache, convertir la experiencia en conocimiento y seguir adelante, siempre adelante.

  • Una brújula cuántica

    Una brújula cuántica

    Llevo un rato con el editor de WordPress abierto y la mente en blanco. Tanto rato, que sin darme cuenta de lo que hacía he cogido el móvil y he empezado a mirar vídeos. Tanto, tanto rato, que he llegado a pensar que, quizás, hoy no tocaba escribir.

    Por suerte, una idea ha atravesado mi mente a oscuras como una brillante estrella fugaz y me ha asaltado el recuerdo de las decenas —¿cientos?— de veces que he abierto este mismo editor, o alguna de sus versiones anteriores, no porque tuviera algo que contar, sino para descubrir qué demonios me estaba pasando en ese momento, qué sentía, qué pensaba.

    No se trata de eso tan manido de «la inspiración llega trabajando», aunque creo firmemente que es cierto. Es algo más curioso, hasta, tal vez, raro. Es que muchas veces, quizás demasiadas, no sé qué siento en realidad, ni qué pienso sobre algo, hasta que no me pongo a escribir y no precisamente sobre ese pensamiento o sentimiento en cuestión, sino sobre cualquier cosa.

    Es algo parecido a lo de las páginas matutinas de Julia Cameron (aprovecho para recomendar su Camino del Artista y El camino del Escritor y El camino de la Escritura, aunque me suena haberlo hecho ya en algún otro lugar, en algún otro momento).

    Lo que Cameron llama páginas matutinas y que define como un flujo libre de conciencia sin filtro ni juicio alguno, es a lo que yo, de toda la vida, he llamado escribir, sin más y, para mi suerte —no sé su buena o mala— es algo que he hecho en todo momento desde que recuerdo: Escribía mientras estaba en clase en el cole de monjas o en el instituto público, en casa por las tardes, cuando se suponía que tenía que estudiar, en el bus, en el avión, en el barco…

    Creo que escribir es mi manera más auténtica de ser —y de estar… y de existir—. Es más, creo que sin la escritura no solo no soy ni estoy, sino que no existo. ¿Cómo voy a existir sin ella, si generalmente no sé qué me pasa por dentro hasta que no lo plasmo en palabras, sea a mano o a máquina, sobre el papel o en una pantalla?

    Es un poco como aquello de Schrödinger y el gato y la caja… Mientras no lo escribo nada y todo es al mismo tiempo. En el momento que lo plasmo, la realidad se concreta. Como con el tema ese del observador en física cuántica…

    Y si es así, y estoy remotamente en lo cierto, aunque sea por pura casualidad o coincidencia, la cuestión es que de nada sirve pensar o planear lo que se quiere escribir, porque, al final, es el acto mismo de la escritura el que manda. Así, todo pensamiento y planificación al respecto lo único que hace es abortar la creación a través de la limitación de las posibilidades creativas y de la realidad que del acto de creación surja.

    Por supuesto, podéis decir que la escritora brújula que tengo dentro es la que dirige esta disertación y que jamás permitirá que apunte en contra suya. Es posible. Pero también lo es que la realidad sea más mágica —más cuántica— de lo que pensamos. O que, precisamente por eso, tu realidad y la mía sean directamente opuestas, pues es distinto el sujeto que la observa.

    En cualquier caso, una servidora ha pasado en diez párrafos —contando el actual— de la página en blanco y el encefalograma plano de la observación de vídeos a describir que, al final, no le parece tan mal eso de ser una brújula y que, al final, es posible que lo único que tenga que hacer sea dejar de darle tantas vueltas a la historia aquella y, sencillamente, lanzarse a escribirla.

  • Manzanas rojas

    Manzanas rojas

    Hay cuestiones que no deben airearse. Temas de los que es mejor no hablar en público. Asuntos que deben quedar en familia.

    Así me lo enseñaron.

    Y yo me lo creí.

    Por eso, creo, a veces me cuesta tanto escribir. Y no hablo solo de esa escritura del yo, tan de moda, diarística, epistolar, asquerosamente confesional, que tan a menudo practico —hasta cuando no quiero—; la que se encuentra en mis blogs, la que se me desborda cuando el alma se colma, sea por una gota de más, sea por diluvio a destiempo.

    Qué va, no hablo de esos textos íntimos y personales. Hablo, sobre todo, de la ficción, porque, me guste o no —y por feo que suene— cuento más verdades en mis relatos y novelas que en mis diarios.

    No es casual, por ejemplo, que la mayoría de mis personajes sean huérfanos. Yo lo soy. Y no hablo del padre adoptivo que se me ha muerto hace poco, no. Hablo de la familia que me abandonó —quizás debería decir vendió—de recién nacida.

    Tampoco lo es que el conflicto con la figura paterna sea central en mis historias, porque lo ha sido en mi vida.

    Ni que mis personajes estén desterrados, sean unos parias o hayan olvidado su auténtica identidad. Porque esa también soy yo, o así es, al menos, como me siento. Como siempre me he sentido. Como una planta trasplantada a un lugar que le es ajeno, en un entorno en el que desentona, con un clima desfavorable: Extraña. Incorrecta. Mal.

    No debo hablar de que me adoptaron —compraron— de recién nacida. No tengo que hacerlo, aunque todos ellos lo hayan hecho a lo largo de mi vida mientras a mí me mantenían en la inopia. No debo contarlo, aunque hasta mis veintiocho años todos lo supieran —to-dos—, salvo yo.

    No debo hablar de las reacciones cuando pedí explicaciones, de cómo se me hizo sentir culpable a mí por haber ido a buscar la prueba documental de lo que siempre de algún modo había sabido, pero que se suponía que no tenía que descubrir jamás. No tengo que hablar de cómo no he podido indagar sobre quién soy. No tengo que explicar que siempre he tenido que fingir, que interpretar un papel, para que nadie se sintiera mal por mi presencia.

    Tampoco está bien que cuente cómo se me ha señalado por dedicarme —o intentarlo— a escribir. Cómo todos esos juicios, esas acusaciones, me han bloqueado y me han hecho sufrir durante años.

    Ni tendría que decir nada de cómo se me ha juzgado por leer, estudiar, enseñar… ¿Dónde se ha visto una mujer con vocación académica, con gusto por las letras, por la cultura?

    No tendría que decir nada de todo esto igual que no tendría que decir que mi padre me dejó prácticamente fuera de su herencia —y no vengáis con rollos sobre que las legítimas no se pueden quitar porque hay muchas formas para que los bienes no computen en esa cuenta y, además, la legislación de Baleares es algo más agresiva que la del resto del estado en ese aspecto—. Tampoco tendría que decir nada de cómo me ha tratado mi madre durante todo este proceso de la herencia desde que mi padre falleció hasta hoy, que hemos firmado la escritura de aceptación.

    Y sobre esto, no diré nada más que lo ya dicho hasta aquí. Al fin y al cabo, soy su hija, pero no en términos normales… Soy un juguete muy mono en su infancia que creció y dejó de ser útil cuando demostró tener personalidad propia. Una mascota. Ahora entiendo, al fin, por qué se llama con tal naturalidad adopción al hecho de quedarte con un animalito de una protectora o en esas campañas de búsqueda de hogar para animales de compañía.

    Lo único que puedo decir ahora es que, al fin —¡He necesitado tanto tiempo!—, comprendo la causa de todo ese rechazo, igual que entiendo que la culpa no es mía: sencillamente, crecí y el ser humano resultante no era el que esperaban.

    Imagino que para ellos fue como criar un árbol frutal: compras un melocotonero, con todo el amor e ilusión del mundo. Lo siembras, lo riegas, lo podas y fumigas si es necesario… El árbol crece y con él la ilusión y ganas de ver sus primeros frutos, poder recoger y saborear los primeros melocotones. En algún momento, empiezas a ver cosas raras, el color de las hojas no es el esperado, o la forma, o el tamaño… Pero piensas que es una cuestión del tipo concreto de melocotonero que has comprado… Hasta que un buen día ves los primeros frutos, los observas crecer y algo no te cuadra… Tu melocotonero está dando manzanas… Intentas corregirlo, pruebas mil y una cosas que te recomiendan, para que tu arbolito te ofrezca los anhelados frutos que tanto esperabas. Pero no importa lo que hagas, porque tu árbol frutal resultó ser un manzano. Y tú, por desgracia, odias las manzanas.

    No cortarás tu árbol y no lo arrancarás de raíz —en este supuesto, digamos, es ilegal—. Tampoco lo devolverás, porque no hay dónde hacerlo. En cambio, dejarás de cuidarlo con el mismo mimo y, a lo sumo, tratarás de sacar partido a esas asquerosas manzanas. Quizás puedas hacer mermeladas y venderlas. Tal vez, si haces tartas… A los vecinos les gusta la tarta de manzana, puede que el arbolito sirva para mejorar tus relaciones. Al fin y al cabo, qué más vas a esperar de un maldito y asqueroso manzano.

    Todo eso por no hablar del dolor, la pena, de no haber conseguido el tan deseado melocotonero…

    Así que, sí, todo este dolorosísimo proceso me ha servido para comprender y asumir que soy un lindo gatito que creció y, ya de adulto, resultó no ser tan bonito. Soy un árbol frutal que ofrece los frutos incorrectos para el jardín al que me trasplantaron. Soy lo que sobra. Y lo que, en todo caso, está mal.

    Y todo, que duele horrores —vamos si duele…— ha resultado, por fin, liberarme.

    Si soy un manzano, quizás sea el momento de asumirlo y empezar a comportarme como tal. Como manzano, al fin y al cabo, nunca se me aceptará y no importan en absoluto lo que haga.

    Así que ya da igual si algo debe o no debe contarse según las normas sociales aplicables a los melocotoneros: ¡Yo soy un puto manzano! ¡Mis frutas son manzanas! Manzanas hermosas, redondas, dulces, rojas… Y, obviamente, jamás podrá ser ni el peor de los melocotoneros, porque nunca he sido uno de ellos. Eso sí, como manzano, queridos, como manzano soy jodidamente preciosa.

    Y ya da igual si algo debe o no contarse.

    No importa si está bien o mal seguir estudiando a mi edad.

    Tampoco importa si escribo o no, ni qué escribo, ni dónde, ni cómo.

    Mucho menos importa de qué tratan mis textos, mis libros, porque sea ficción o no lo sea, siempre, al final, acabo hablando de mí, de mi mundo, de mis dulcísimas y rojas manzanas.

    Y el otro día le dije a alguien que mis textos confesionales solían tener tanto de realidad como de ficción, por no decir que, a veces, la segunda, gana a la primera, porque la realidad suele ser asquerosamente aburrida y necesita sal y especias para lucir.

    Por una vez, digo con la cabeza bien alta, que aquí no hay nada de ficción, solo realidad.

    Dolorosa, cruda e incómoda realidad.

    O, si lo prefieres, un buen cesto lleno de bonitas y sabrosas manzanas rojas.

  • Nunca despierto antes de terminar la misión

    Nunca despierto antes de terminar la misión

    Esta noche ha llovido y, por lo que se ve desde la ventana, no han sido solo cuatro gotas. Debe haber descargado con ganas, pero no me enterado. Con lo que me gusta a mí un buen chaparrón nocturno. O, mejor, una tormenta, con sus truenos y relámpagos o vientos furibundos. Y, quizá, esta noche haya sido así. Yo no he oído nada, ni agua ni truenos ni rabiosas rachas de aire.

    El sueño, tan profundo que se parece demasiado a uno hipnótico, es de lo poco que se ha mantenido intacto en mi vida durante estos meses de locura, descalabro y descenso al abismo. Y sería algo bueno, de no ser, claro, porque me pierdo las tormentas. Por eso, y, bueno, por las pesadillas que lo pueblan.

    Me desconcierta pensar que ese territorio de horrores oníricos sea, en realidad, un reflejo de mi propia mente, o peor, de mi alma. Un mundo lleno de bestias, en el que el habla es un lujo, los bisturíes ensangrentados armas de guerra y las vísceras moneda habitual de cambio, no es algo que nadie quiera como imagen de sí misma.

    Los escenarios de mis sueños son isleños y mediterráneos. El mar es siempre protagonista —aunque, a veces, parezca que está solo de telón de fondo—, todos los edificios son hospitales, sanatorios o cualquier versión más amable o retorcida de cualquiera de ellos, y los personajes con los que me cruzo, algunos más humanos, otros más monstruosos, parecen sacados de un videojuego.

    Diría que no me extrañaría el día menos pensando encontrarme con misiones al más puro estilo videojuego, pero es que eso ya ha sucedido. De hecho, aunque a veces no lo recuerde, creo que ocurre cada noche.

    Hoy, concretamente, la misión la he recibido en una suerte de bar o taberna —sí, sí, a modo de cantina de hospital, por supuesto— y, como buena protagonista, la he rechazado en un primer momento. No recuerdo muy bien de qué trataba, pero, como casi siempre, tenía que ver con hospitales, bisturíes, vísceras y sangre, mucha sangre. Aunque, sí, esta vez, además, había algo relacionado con la escritura.

    Algo tenía que escribir…

    Algo tenía que crear…

    No lo sé, no me acuerdo. Solo recuerdo la sensación de peligro, de huida, de persecución. La urgencia de tener que poner a alguien a salvo, de tener que salvarme a mí. Y la sangre.

    Toda esa sangre…

    Al final, no sé cómo, conseguía hacer lo que tenía que hacer. Salía victoriosa, ensangrentada y exhausta, sí; sintiéndome sucia, monstruosa… Pero victoriosa. Y el premio, en el sueño, era el descanso, en un viejo y sucio camastro de una destartalada cabaña —¿sala de mantenimiento o trastero de un tétrico complejo hospitalario?—. En la realidad, ese descanso, lo sé por experiencia, significa despertar.

    Nunca despierto antes de terminar la misión. Nunca.

    Tampoco nunca desaparece al despertar la sensación de la sangre —ajena y propia— sobre la piel. Ni la culpa. Nunca.

    Cuando me he despertado ya no llovía, solo quedaban los charcos en la acera y el sonido de los coches al circular sobre el agua.

    Siento mucho haberme perdido esta noche de lluvia y, quizás, de tormentas. Gustosa cambiaría mis angustiosas noches de sueños sangrientos por horas en vela en las que disfrutar, cuando se da, de la lluvia.

    Aunque una parte de mí, la misma que sigue sintiéndose sucia y llena de sangre incluso después de una buena ducha, no puede evitar preguntarse si este apacible mundo en el que el dolor va únicamente por dentro es el onírico y el otro, sangriento y tétrico, la terrible realidad.

    Ojalá, al menos, también llueva algo durante el día. Las precipitaciones no me quitarán la odiosa sensación de suciedad invisible de la piel, pero, al menos, sí limpiarán la atmósfera y aliviarán el ambiente.

  • Retorno

    Retorno

    Vuelvo.

    No sé cómo, pero vuelvo.

    Hoy, que caen lágrimas del cielo

    y que septiembre me sabe a febrero,

    Vuelvo, porque el dolor también es físico ahora.

    O porque este cuerpo retorcido, casi inmóvil,

    empuja a mi alma a volver,

    arrastrándose,

    deshecha,

    perdida,

    al refugio de la palabra

    —el único que le queda—.

  • Recuerdos

    Recuerdos

    El tiempo se diluye, avanza, retrocede, se superpone y disuelve. Revivo instantes, algunos grabados en mi mente, otros que, hasta ahora no recordaba:

    Estoy con mi padre en el pasillo de casa, me lleva a hombros, pasillo arriba, pasillo abajo y yo río, chillo y juego. Soy feliz; somos felices.

    Es verano, estamos en la cocina, mi padre acaba de abrir una sandía enorme. Yo revoloteo a su alrededor –en mis recuerdos siempre estoy revoloteando a su alrededor, mientras trabaja en el jardín, cuando repara cosas en casa, si está haciendo crucigramas o cuando ve el fútbol, el tenis, las motos o la fórmula uno… Siempre revoloteo a su alrededor…–. Él se gira, me sonríe y me da el centro tierno y jugoso de la sandía; ese que casi no tiene pepitas. Lo cojo, le doy un beso y me voy corriendo feliz con mi pedazo de sandía.

    Estamos viendo las olimpiadas del 92 en la terraza. Mi madre compró una tele pequeña, de esas con antenas, para poder sacar fuera. No recuerdo qué deporte era –creo que los vimos todos–. Fue uno de los mejores veranos de mi vida.

    Vimos juntos el accidente de Aitor Sena, esperando a que saliera del coche como si nada –porque siempre todos salían–. Sena no salió. Concluimos que morir haciendo aquello que más te gusta, lo que amas, es una buena muerte, pero que quizás es mejor vivir muchos años, junto a los que quieres, haciendo lo mejor que puedes,

    Volamos a Valencia para ver la final del Mallorca de Cúper, con Amato, Valerón, Stankovic, Olaizola y Roa. Animamos juntos a Álex Crivillé, a Fernando Alonso, a Rafael Nadal…

    Los únicos libros que me han regalado durante la infancia y la adolescencia me los ha regalado mi padre. También me compró mi primer walkman y mis primeros vinilos -de Madonna y Michael Jackson-, me enseñó a poner en marcha aquel sofisticadísimo –y sagrado, sobre todo, sagrado– equipo de música, que tenía un espacio especial en el salón de casa. Y, más importante, a poner en marcha el tocadiscos sin poner en peligro los vinilos.

    Son un montón de hermosos recuerdos los que tengo con mi padre. Memorias de tardes a la fresca, de verbenas, fiestas, música, comida, deportes… Y de trabajo. Siempre estaba trabajando, en la casa que construyó prácticamente con sus propias manos, y que, además de mi madre, ha sido su pasión, o en ese empleo suyo que tanto lo hacía madrugar –durante una larga época estaba convencida de que mi padre era la persona que más pronto se levantaba del mundo–.

    Son un montón de recuerdos y quiero seguir creando más, aunque no sean tan luminosos ni bellos. Quiero más. No quiero que se acabe. Y es posible que ese sea el deseo más egoísta del mundo, pero ahora mismo soy incapaz de desear cualquier otra cosa. ¿Qué otra cosa podría desear si resulta que tengo el mejor papá de la historia?

  • Maldito cachivache viejo y oxidado

    Maldito cachivache viejo y oxidado

    Hoy mi dolor tiene forma de embudo. Es un cuello de botella en el que se apiñan los pensamientos, aleatorios, en apariencia inconexos, sangrantes, rabiosos, oscuros, brillantes, livianos, opacos, coagulados, densos… Los hay de colores, cargados de imágenes, pero silenciosos como una madrugada de invierno, justo antes de que despunte el alba. Otros, en cambio, son sonoros, aunque carentes de imagen. Algunos son musicales; otros, simples palabras. También hay olores, sabores e incluso tacto. Son tantos, tantísimos pensamientos, que se acumulan ahí, en ese embudo de mi mente, y no dejan que nada salga –ni que nada entre–.

    Es curioso el dolor y sus cambios de forma. Hasta puede engañarte y hacerte creer que, en realidad, no sufres. El cabrón se disfraza de ausencia, para que te duela creer que no duele, mientras, con su ardid, te regala un dolor doble.

    Y también lo es el pensamiento, cómo se atasca, se licúa, se rehace, se evapora… Y vuelve a empezar.

    Cuando ambos, pensamiento y dolor, se alían, el sufrimiento cambia de nombre. Agonía, que no es más que un dolor sostenido en el tiempo y con consciencia de ello.

    Lo que no sabía –y preferiría seguir sin saber– es que la agonía tiene forma de embudo. Un embudo viejo, grande, abollado, oxidado, donde todo se agolpa y emboza; se suspende.

    Maldita vida, maldita muerte. Maldito cachivache viejo y oxidado del que no consigo deshacerme.

  • En silencio

    En silencio

    Estaba escribiendo una entrada sobre lo que estoy viviendo en este momento, pero ni puedo seguir ni la quiero publicar.

    Pero sé que debo escribir. Sé que es terapia para mí, no egoísmo. Aunque duele. Porque la vida duele en ocasiones y la escritura, sencillamente, la refleja.

    Resumo: Estoy en Mallorca desde el martes pasado. Mi padre ha sufrido un ictus isquémico y la intervención para extraer el coágulo le provocó una hemorragia. Sigue ingresado. El pronóstico es reservado. Pase lo que pase a partir de ahora la vida de mi padre no volverá a ser igual. Tampoco la de mi madre. Ni la mía.

    Tengo suerte de poder estar aquí con ellos, de acompañarlos.

    Estoy en estado de shock y en modo supervivencia desde el martes, aunque va variando la forma de ambos estados.

    Estoy aquí. Aunque no publique. Aunque esté en silencio. Sigo aquí.

  • Malabares, divagaciones y un cocoloco

    Malabares, divagaciones y un cocoloco

    Estoy de exámenes. Eso implica que mi vida se limita a examinar alumnos, corregir pruebas de evaluación y repetir. Esto seguirá así durante unos quince días más. Después, burocracia. En muchos sentidos, el mes de junio es una suerte de pago previo a las vacaciones de verano. Y aquí estoy, pagando, con sudor, sin lágrimas ni —de momento— sangre, pero con las cervicales destrozadas.

    En fin, que sacar un ratito de la nada para escribir este post es un verdadero ejercicio de malabares. Pero, seamos sinceros, necesito escribir aunque solo sea una entrada sobre lo difícil que es escribir en estos momentos, de la misma manera que necesito los treinta minutitos diarios de yoga al terminar el día. Es autocuidado. Y aquí estoy, autocuidándome.

    Mientras, mi mente divaga entre examen y examen sobre qué haré durante el verano. Una fantasía que empezó con un retiro de escritura, pero que ha ido mutando hasta convertirse en otra cosa que ni siquiera sé calificar, pero que puedo resumir como sencillamente tener tiempo para mí. Y aquí estoy, divagando.

    Pienso en añadir ejercicios aeróbicos y de fuerza a mi rutina de yoga-por-supervivencia. También en escribir «esa» historia, pero además una suerte de diario de verano. Y en compilar mis textos antiguos y convertirlos en un librito. Todo esto, claro, mientras fantaseo con tomar el sol, nadar y relajarme con un cocoloco en una mano y una novela para no pensar en la otra. Y aquí estoy, fantaseando.

    Todo esto, claro, mientras una voz me susurra «ve a por el doctorado, Carmen», y otra canturrea «déjame, no juegues más conmigo»… Porque, no, doctorado y escritura no son del todo incompatibles… Pero trabajo, doctorado y escritura, seguramente sí. ¿Y sabéis qué sale de la ecuación siempre que mis planes absorben todo el espacio? Correcto, la escritura. Siempre la escritura. Y aquí estoy, planeando, decidiendo, haciendo malabares, imaginando y divagando mientras me pregunto por qué demonios las voces de mi maldita cabeza no se callan un rato.

  • Sombrero, sol y exilio

    Sombrero, sol y exilio

    Últimos días de mayo y escribo desde la terraza, bajo la sombrilla, con sombrero de paja y protección solar. Cualquiera diría que ya es julio. Pero no, todavía hay que atravesar el laberíntico junio, mes de exámenes, nervios, correcciones, notas y llantos, de alegría, o de todo lo contrario.

    A veces, necesito mañanas como la de hoy, de sol y bronceador, para recordar que vivo en el maldito paraíso. Un paraíso, embrutecido por el turismo depredador, al que me he visto exiliada. Pero paraíso, al fin y al cabo. Aunque no puedo evitar preguntarme si el paraíso, a la fuerza, no deviene en infierno…

    Puede que, tal vez, realmente, sea cierto aquello de que ambos, cielo e infierno, no son en realidad lugares, sino estados del alma. ¿Y puede acaso el alma exiliada de su mundo sentirse lo suficientemente en paz para hallar ese estado beatífico, llamado paraíso? No tengo respuesta.

    Aunque sí creo que, en muchos sentidos, alejarse del hogar, implica perderlo. No porque ese lugar que ha sido propio y parte de uno cambie, no. Ocurre porque aquel que se ha ido —por deseo u obligación— cambia. Y lo hace tanto, que el viejo lugar —¿hogar? ¿paraíso primigenio?— ya no encaja con el nuevo tú. O, mejor, ese nuevo tú deja de encajar en su antiguo entorno. No deja de ser como ese artículo que compras y que, una vez extraído del envoltorio original, es imposible volver a colocar dentro; o, al menos, que quede de la misma manera.

    Así que aquí estás tú, en un espacio liminar, sin nombre ni atributos reconocibles, salvo por comparación con aquello que lo rodea, ajeno a lo que fuiste y desconcertado con lo que eres. Sin pertenecer a aquel espacio, físico y metafórico, de tu pasado, ni tampoco al de tu presente.

    Estoy convencida de que los billetes de avión deberían venir con una advertencia. Algo del tipo «Atención: viajar sin billete de vuelta puede provocar cambios paulatinos, radicales e irreversibles en el sujeto. Las estancias superiores a un año en un lugar diferente del destino de origen pueden causar variaciones en mente, corazón, espíritu y cuerpo del viajero. Antes de migrar, cerca o lejos, medite con calma su decisión».

    Y, sí, todo esto lo escribo con un sombrero de paja calado en la cabeza, gafas de sol y embadurnada en crema solar, aparentemente feliz, pero incapaz de saber quién soy ni mucho menos adónde demonios voy.

    Feliz último viernes de mayo. ¿Listos para el verano?

  • Escribir para que ocurra la magia

    Escribir para que ocurra la magia

    Estoy cansada y se nota en el tiempo que tardo en empezar a escribir desde que abro el documento. También en la forma de vacilar sobre el tema. E, incluso, en la velocidad a la que tecleo. Estoy segura de que si me viera desde fuera vería ese cansancio reflejado también en mi postura, algo más encorvada de lo normal.

    Pero me he propuesto escribir a diario en el blog, aunque el post trate sobre el tiempo, como una mala conversación de ascensor. Eso no importa. Lo único que cuenta es ejercitar el músculo de escribir, como si de un bíceps cualquiera se tratara, para que no se atrofie de nuevo, para que esté en forma, para que, a través de estos ejercicios de escritura sobre la nada, quién sabe, vengan las ideas, las historias, los escenarios, los personajes.

    En otra vida, cuando todavía era solo escritora y la ilusión de vivir únicamente de escribir parecía mucho más posible de lo que acabó siendo, escribía a diario en el blog. Y en mis cuadernos. Y en páginas sueltas. Y en libretas. Y en los documentos de word que acababan siendo mis novelas, antes de que descubriera Scrivener…

    Sí, entonces escribía cada día y de aquellas entradas sobre la nada, o sobre el todo, surgieron historias maravillosas, personajes inolvidables, escenarios que no me canso de revisitar cuando aparece la nostalgia y desempolvo los blogs dormidos…

    Es por eso que quiero recuperar esta costumbre —este mal vicio, que dice mi madre, que jamás ha entendido demasiado bien esto mío de tener que ponerlo todo en negro sobre blanco—. Quiero volver a abrir puertas y ventanas de mi mente —¿de mi ser? ¿de mi alma?— y que se airee el edificio, del ático al sótano, incluidos despensa y armarios. Y, quién sabe, con un poco de suerte, regresa la magia y con ella las historias, los personajes, los escenarios, las maravillosamente malditas tramas imposibles…

    Así que, aquí estoy, escribiendo, sobre todo y sobre nada, más cansada de lo que me gustaría porque empiezo a notar sobre la espalda el peso de la semana mientras mi mente y mi cuerpo se preparan para la maratón de evaluaciones de junio y mi espíritu suspira, perdido en ensoñaciones sobre a qué proyecto dedicará las ansiadas vacaciones de verano…

    De momento, lo único que tengo claro es que, pase lo que pase, seguiré con mi entrada diaria. Ya sabéis, para ejercitar el músculo, para estar lista, por si, en algún momento, ocurre la magia.

  • Entre humo, alambres y pinocha

    Entre humo, alambres y pinocha

    Que llevo días —semanas, quizá, meses— dándole vueltas a mi vida no es ningún secreto. Puede que sea porque estoy en una relativa fase de duelo tras el máster, o, tal vez, porque estoy asimilando los cambios que ha sufrido mi vida en los últimos dos años, que no han sido pocos.

    La cuestión es que estoy haciendo balance. Inventario. O recuento de daños. Y, joder, la nave ha perdido muchas piezas. Muchas. Aunque también ha ganado otras, o, mejor, ha pasado a usarlas de otra forma, más eficaz y eficiente, puede que, incluso, con otra función.

    Creo que, de todo, lo peor no son los daños y alteraciones sufridas en este último tramo del viaje. Para nada. Lo terrible es que no era consciente del estado de nave y tripulación cuando me embarqué en la aventura. Y, ahora que lo veo de lejos puedo decirlo con franqueza: era tan deplorable que haber llegado hasta aquí es un verdadero milagro.

    Para seguir con la metáfora del viaje y transformarla en símil diré que me imagino esta aventura, que es mi vida, o, al menos, los últimos diez o quince años, como una odisea espacial. No me preguntéis por qué, no me gusta el espacio como escenario narrativo. Pero esta es la imagen que me regala el Muso hoy y, creedme, si algo he aprendido con los años es a no discutir con él, salvo en las batallas que realmente valen la pena.

    En fin, decía que en mi mente la metáfora del viaje interplanetario encaja a la perfección para esta situación y en ella una servidora es tanto nave como tripulación. Y a pesar de la intuición inicial, no, la nave no es solo el cuerpo y mucho menos la tripulación es solo la mente, el ser, el alma. Ojalá mi imaginación fuera tan clara…

    El problema, decía, es que ni siquiera me había percatado del viaje en mi treintena —mucho menos en la veintena, claro—. Y no será porque no esté la literatura llena de viajes, caminos y ríos que van a parar al mar. Pero una a veces es dura de oído y de mollera. Así que, sin ser consciente del periplo cómo iba a preocuparme del estado de la nave y sus tripulantes. Para ocuparte de algo, primero debes conocer su existencia.

    Será, quizás, porque mi mente sobreestimulada y con una dosis excesiva de fantasía, imagina la cuenta atrás, el despegue y la salida de la órbita terrestre en los primero años de vida, hasta llegar a la adolescencia; que vendría a ser esa época en la que dejas de ver el planeta del que has salido. La juventud, pues, te encuentra flotando en una inmensidad de negrura salpicada de puntos de luz, hermosos pero lejanos, inalcanzables e incomprensibles para esa tripulación que ha olvidado origen e identidad…

    Los problemas mecánicos, en mi caso, empezaron en la treintena, por lo que a la amnesia propia de tal odisea, hay que sumar fallos técnicos y humanos —¿cabe esa definición hablando de una tripulación figurada? Diremos que sí por el bien de la trama—. Es más, creo que en esa época, además, atravesé uno de esos campos de asteroides tan recurridos en las ficciones espaciales. No descartemos que algún agujero negro tratara de atraerme hacia él. Ni siquiera me atrevo a no contemplar la posibilidad de haber viajado a través de un agujero de gusano, como Ellie Arroway en Contact pero con una nave más Halcón Milenario que cápsula de Dragon Ball…

    Como sea. La cuestión es que no tengo ni la menor idea de cómo he llegado hasta aquí. O sí. Pero todavía no me creo que todos los cálculos cartográficos, arreglos mecánicos extremos y reorganización de la tripulación resultaran tan —pero tan, tan— bien.

    Así que estoy aquí, con una nave destrozada, una tripulación reventada y un TARS con los circuitos quemados. Podéis imaginar la nave avanzando a trompicones y soltando humo (sí, sí, en la mente el humo y el espacio son de lo más compatibles, esa es la grandeza de la imaginación, en serio, no me contradigáis en esto…). Quizás veáis algún motor colgando, unido al fuselaje solo por algún bendito alambre. También podéis imaginar luces parpadeando, pitos, alarmas y sirenas. Ahí dentro, en mitad de ese caos, estoy yo —tal vez, debería decir que ese caos soy yo, pero no quiero menear la cuarta pared más de la cuenta, ya sabéis. Vale, vale, pues al menos no tocar la tercera… ¿La segunda? Bah, como queráis, dejad alguna pared, en todo caso, ¿vale?—.

    A lo que iba, que esa nave destruída en la que viajo —que soy…— se ha aproximado a un hermoso y enorme planeta mientras yo estaba ocupada controlando los daños —y a la tripulación, por favor, no olvidemos a la tripulación— y ahora me encuentro preparando una aproximación, a pocos minutos de entrar en la atmósfera, con unas condiciones instrumentales y mecánicas más que precarias…

    Lo peor, no obstante, ni siquiera es eso. ¡Qué va! Lo que me tiene distraída mientras pido a la tripulación que se preparen para entrar en la atmósfera, que se abrochen los cinturones de seguridad y que, por lo que más quieran, alguien sostenga fuerte el alambre que, desde dentro, conecta con el motor que medio cuelga por fuera —¡Shhhh! Que sí, que en la mente eso se puede. Dejad la ciencia y la lógica a un lado, que estamos en el maldito espacio y aquí no tienen cabida esas cosas ahora—.

    Lo peor es que este planeta, tan bonito, tan grande, tan nuevo de trinca, no es exactamente al que yo me dirigía… Que vale, que quizás el planeta de mis sueños tiene una atmósfera irrespirable para seres sensibles acostumbrados a sostener motores con alambres mientras la nave se aproxima a su destino, pero… No sé, siempre había pensado que llegaría allí. Quizás para estrellarme. Quizás para ahogarme al sacarme la escafandra —yo llevo escafandra en el espacio y punto, me niego a buscar ahora cómo se llama el casco de los astronautas…— Pero allí.

    Mientras atravesamos la atmósfera —¡por lo que más queráis, no soltéis el alambre!— y descendemos, entre trompicones, temblores, ruido atronador, pérdida de piezas y, sí. fuego en la cola —siempre tiene que haber fuego en la cola—, me lamento por estar llegando a un planeta ideal que no es el que soñaba, creía, esperaba.

    Debí perder el conocimiento en algún momento porque he despertado aquí, entera, viva, con algún rasguño, pero nada importante. La tripulación despierta. La nave humea, pero el fuego se ha apagado. Estamos enteros, en mitad de un pinar que, por algún motivo, no se ha dañado por el aterrizaje —¿Qué nombre le tengo que dar si todavía no sé ni dónde estoy—. El motor sigue amarrado a la nave gracias al bendito alambre y, mientras respiro hondo y lleno los pulmones de aire limpio y un maravilloso aroma a mar, arena y pinocha, empiezo a comprender dónde estoy.

    Decía, al principio, que estoy haciendo balance, inventario e informe de daños. Y es verdad. También he explorado el planeta desconocido y, aunque duela, y no sea el planeta soñado al que me dirigía, es mucho mejor que cualquier escenario que antes haya soñado.

    Por supuesto, si quisiera, con los restos del aparato —que a pesar de todo no se ha estrellado, ha aterrizado— podría construir una nave menor, con cabida solo para uno y autonomía limitada, para volver al espacio y seguir explorando en busca de aquel planeta soñado. Claro que podría.

    Pero resulta que este mundo en el que he aterrizado es maravilloso, está nuevecito e inexplorado. Y es mío. Completamente mío.

    También, con los restos de la nave, podría construir aquí un hogar, explorar el mundo, conocerlo, quizás, amarlo…

    Y, tal vez, solo tal vez, ese es realmente el duelo que estoy pasando.

    Lo bueno, además de haber llegado a un maravilloso planeta en el que el aire es respirable y la vida posible, es que he conseguido traer conmigo ese motor, tan importante para todo, aunque fuera precariamente sujeto con un alambre.

  • A las puertas del fin… de curso

    A las puertas del fin… de curso

    El fin de curso siempre tiene cierto regusto apocalíptico. Quizás sea porque es un final, sin más. O, tal vez, porque tensa las fibras hasta un punto cercano a la rotura. Pero, incluso cuando quiebra, todo pasa, todo acaba y, aunque duele, cada año, de nuevo, llega septiembre y, con él, un nuevo curso, un nuevo inicio, una oportunidad todavía intacta.

    Creo que es ese sentido de ciclo sin fin —de eterno retorno, que decía Mircea Elíade— lo que tanto me atrapa del mundo académico, sea como estudiante o como profesora, eso, en realidad, poco importa, siempre que haya apocalípticos junios e ilusionantes septiembres.

    Esta semana estoy impartiendo mis últimas clases. Hoy, de hecho, termino con los niveles superiores. Seguramente, por eso estoy tan sensible. Mañana, última clase de los niveles básicos. Y ya, después, exámenes.

    El mes de junio es el más duro del curso. El calendario se desborda entre guardias, reuniones, correcciones, revisiones y organización del curso siguiente. Pero para los que somos un «pelín» más sensibles de lo normal ese exceso de trabajo, con plazos y horarios imposibles, es una bendición disfrazada de caos.

    Resulta que mientras trabajo y me centro en llegar a todo y sobrevivir no hay cabida a la nostalgia. Cuando llega julio y, con él, las necesarias vacaciones, ya se ha pasado en gran medida el efecto del final y, en todo caso, quedan solo los buenos recuerdos.

    Así que sí, estoy a las puertas de un nuevo un ragnarök, un armagedón, un apocalipsis, o, simplemente, otro fin de curso más. Por suerte, cuando todo pase, el mundo se calme y el alma decida que quiere quedarse en un eterno verano para siempre, otra vez —como cada año, como cada curso…— volverá a llegar septiembre.

  • Entre lo que fui y lo que aún no soy

    Entre lo que fui y lo que aún no soy

    Desde que terminé el máster de escritura ando como pollo sin cabeza. Me cuesta saber dónde enfocar mi energía y cuando creo haber encontrado aquello en lo que centrarme, por un motivo u otro, nunca resulta ser el lugar —¿objetivo?— adecuado.

    Empiezo a pensar que el problema no es haber terminado los estudios, sino, más bien, todo lo que no había asumido antes de empezarlos. Siendo sincera conmigo misma debo reconocer que los estudios para mí son un refugio, un lugar seguro, el hierro ardiente al que agarrarme cuando todo se desmorona… Y si el año pasado me matriculé en aquel programa de máster era, en efecto, porque todo se había desmoronado o amenazaba con hacerlo.

    Es lógico, pues, que, una vez perdido el salvavidas, y por mucho que las cosas se hayan estabilizado desde entonces, reaparezca el vértigo que sentía —y que no pude enfrentar porque había toros más bravos que lidiar, que me llevaron a usar los estudios como capote—.

    Así que lo que yo pensaba que era un «aprender a vivir después de los estudios» vuelve a ser un «aprender a vivir después de haber cambiado de profesión y lugar de residencia», que es en lo que estaba yo cuando el mundo se me fue a la mierda porque mi padre enfermó solo dos semanas después de que yo hubiera aceptado mi nuevo puesto de trabajo.

    Por supuesto, si hubiera sabido lo que iba a pasar lo habría rechazado. Pero no puedo ver el futuro y era imposible saberlo. Claro que eso no quita que a la preocupación de toda hija cuando su padre enferma de gravedad se sume, de inmediato, el sentimiento de culpa por estar lejos y sin posibilidad cercana de volver.

    Lo veo desde aquí y entiendo que me refugiara en los dos únicos lugares seguros que conozco: los estudios y la escritura. Los plazos de entrega de los trabajos me daban una excusa perfecta para estar ocupadísima y no poder pensar. La escritura me permitía evadirme de una realidad que no estaba preparada para afrontar pero que, tarde o temprano, todos tenemos que mirar de cara: aquel superhéroe de nuestra infancia al que llamamos papá es humano —muy humano— y el tiempo es una maldita Kriptonita contra la que no se puede luchar. Eso sin contar el siempre presente sentimiento de culpa por estar lejos, por centrarme en mi carrera…

    Así que sí, tengo que asimilar que los estudios se han terminado, pero también que sigo estando lejos y, al menos, me quedan dos añitos más en la distancia —salvo giro inesperado de la trama— y que tengo un nuevo trabajo al que no le he prestado la atención que merece porque estaba demasiado ocupada intentando no desmoronarme.

    Tengo un montón de piezas del puzzle que es mi vida, algunas más bonitas, otras más extrañas, otras tantas más feas y dolorosas; pero si consigo juntarlas forman un diseño hermoso —ahora lo veo—, porque, aún con todos los problemas, soy muy afortunada. Y lo sé.

    Y, en mitad de todo este caos, debo reconciliarme con esa otra parte mía, la que crea historias, la que sueña mundos, y honrarla como merece. Tengo que cerrar etapas para abrir otras de nuevas. Sin renunciar a nada, para mejorarlo todo. Porque eso es la vida, cambio, aprendizaje, transformación. Y debo seguir creciendo, aunque no sea de la forma que hace años esperaba.

    Hoy, de algún modo, comprendo que debo recuperar un espacio íntimo para la escritura, para que crezca de otra forma, acorde a la persona que ahora soy y no a la fui. Quizás, el camino desde aquí sea más tradicional y menos innovador. Quizás, quién sabe, haya caminos que de momento ni siquiera intuyo. También entiendo que tengo otorgarle a lo que me fue dado el tiempo y la energía que merece, más allá del umbral de supervivencia en el que he estado durante el último año. Ya pasó lo peor y sobreviví. Ahora me toca vivir.

    No sé adónde me llevarán a partir de ahora mis pasos, pero, al menos, he conseguido tomar —al fin— consciencia de dónde me encuentro.

  • Hoy toca esperar

    Hoy toca esperar

    Hay días en los que lo mandaría todo a la mierda. Días en los que estoy convencida de que nada vale la pena, que esto de escribir no es más que una pérdida de tiempo, una estupidez que me despista y hace que descuide las cosas verdaderamente importantes. Días en los que, además, siento con todo mi ser que mis historias no valen la pena, que nada de lo que hago está bien, que nunca jamás nada de esto llegará a nadie, que nunca conmoverá a nadie.

    Hoy es uno de esos días.

    Hoy borraría la página web de Atiskaya. Sí, la que estoy creando con tanto esfuerzo a base de robarle horas al tiempo que no tengo. Hoy, si por mí fuera, cerraría este blog, retiraría mis libros de Amazon, cerraría mis cuentas en redes sociales. Hoy, sin dudar, dejaría todas estas estupideces y me centraría en algo serio, en algo importante, ya fuera otro máster, un doctorado, otro grado o, incluso, sacarme una nueva especialidad.

    Seguramente, yo tendría que dedicarme a leer y a estudiar, no a escribir. ¿Qué sentido tiene que alguien como yo quiera escribir? ¿Qué voy a contar? ¿Qué tengo yo que decir? Eso por no hablar de la edad… Que una ya no es una niña… Que ya no estoy para tonterías.

    En un día como hoy cerré aquel primer blog de escritora, el que tantos seguidores había llegado a tener.

    Y en otro de estos días retiré Atiskaya —que antes se llamaba Ladrones de Almas— de Wattpad, de Amazon, de Binibook… Perdí todos los comentarios… Borré la web…

    En otro igual borré mis redes sociales, aunque había conseguido reunir una bonita comunidad.

    En otro, simplemente, me borré a mí misma, sin saber siquiera que lo hacía, y tardé más de tres años en darme cuenta de lo que había pasado, otros tantos en recordar quién soy y, solo ahora, estoy empezando a volver. A recuperarme.

    Claro que, durante todo este tiempo, nada ha sido tan lineal: ni la caída ni la recuperación. Al revés, caí a trompicones, con momentos de aparente recuperación, otros de estancamiento y, por supuesto, otros de debacle. Lo mismo ha sucedido con la recuperación: no ha sido ni de lejos constantemente ascendente, sino que ha habido momentos de parón, otros de retroceso y, sí, otros de ascenso.

    Toda esta montaña rusa me ha servido, al menos, para aprender a reconocer estos días de ánimo destructivo y, sencillamente, obligarme a observar si actuar con la esperanza de que el momento oscuro pase y lo sustituya otro más luminoso; aunque, a veces, los nubarrones son demasiado espesos —o la noche demasiado oscura— y la luz parece incapaz de volver a alcanzarme.

    Esperemos que, esta vez, sea solo un nubarrón primaveral y que algún golpe de viento se lo lleve lejos para que el sol pueda volver a brillar. Mientras, quieta y sin mover ni un dedo, sencillamente, espero. A veces basta con que una sola vela no se apague.

  • Cíclica

    Cíclica

    Que ser mujer es sinónimo de ser cíclica es algo de lo que soy consciente desde hace muchos años. No porque nadie me lo explicara, qué va, sino porque una, con sus particularidades neurodivergentes sin diagnosticar, se pasó su adolescencia haciendo un seguimiento de los cambios que experimentaba en el cuerpo y en el ánimo. Y no estoy hablando solo de la regla —que también, aunque en aquellos años era un hecho menor, sin dolor apenas, sin molestias—, sino de una serie de microcambios que, en gran parte, se repetían mensualmente. Después también observé otro tipo de patrones: estacionales, semestrales, anuales… Y, ahora, cuando ya estoy más cerca de los 45 que de los 40, pienso que de haber tomado nota contemplando el largo plazo habría encontrado, quién sabe, patrones por lustros y hasta por décadas.

    En fin, que soy cíclica —e imagino que eso es aplicable a muchas mujeres (¿todas?)—. Y eso no es nada malo; más bien al revés. Cuando eres consciente de ese hecho puedes usarlo a tu favor para potenciar aquellos momentos que, por ejemplo, son más favorables para el esfuerzo físico, o para la concentración o para la creatividad. O para lo que sea. En realidad, el conocimiento y la aceptación de esa condición es un arma poderosa. Lo sé, y aún así, cada cierto tiempo —como hoy—, tengo que recordármelo.

    El problema no es que yo —¿las mujeres?— seamos cíclicas. Lo somos, igual que lo es la naturaleza. Digo más, me juego lo que sea a que los varones (perdón por la generalización), si tuvieran un mínimo más de consciencia de lo que les rodea, también observarían que son cíclicos, aunque en ellos esos ciclos no tengan la evidencia que en nuestro caso puede tener el ciclo menstrual o ñas diferentes etapas de la vida reproductiva. De hecho, lo raro, extrañísimo, sería que ellos fueran del todo ajenos a cualquier ciclo porque toda la maldita naturaleza funciona por ciclos, más largos o más cortos, con fases que se repiten en cada reinicio. Y, aunque a veces parezca que lo hemos olvidado, todos nosotros —TODOS— formamos parte de la naturaleza y nos regimos por sus reglas.

    Lo dicho, ser cíclica no es malo, sino bueno y sobre todo normal, natural. El problema es que nuestra sociedad —¿el maldito mundo al completo?— ha olvidado que forma parte de la naturaleza, que es un elemento más de ella, interdependiente con ella, y en lugar de aceptar y respetar esa realidad vive de espaldas a ella y, por lo tanto, a nosotros mismos y nuestras necesidades.

    El problema no es que yo sea cíclica y hoy tenga un día más apto para el recogimiento y la reflexión que para la extroversión y la acción; el problema es que, en esta sociedad que vive de espaldas a ella misma, yo tengo que hacer lo que sea que toque con independencia de si es lo mejor para mí, para los que me rodean y hasta para los mismo resultados de lo que haga.

    Y no, no abogo por volver a la naturaleza a vivir como en el paleolítico, no hace falta exagerar. Se trata solo de reconocer —de recordar— lo que verdaderamente somos y vivir de una forma más acorde a ello.

    Lo sé, es un sueño absurdo. Si quiero vivir más en comunión con la naturaleza tendré que exiliarme al campo. Y, perdonad, pero de cada día me parece una idea más atractiva. De momento, me conformo con reconocer en qué momento de mis ciclos estoy, qué es mejor o peor para mí en cada uno de ellos, seguir tomando notas y vivir de la manera más respetuosa conmigo posible sin faltar a todas esas obligaciones que conlleva esta vida mía en esta enferma sociedad nuestra.

  • La historia que nunca me dejó

    La historia que nunca me dejó

    Una mañana cualquiera del mes de junio de 2013 empecé una historia. Lo hice sin darme cuenta, o, al menos, sin ser consciente de lo que hacía: ese primer escrito, que acabó siendo primer capítulo, nació como entrada de blog. Era una entrada más, una ficción breve para mi blog de entonces, igual que tantas otras que escribía.

    Por aquel entonces, yo estaba en plena promoción de mi primera novela y nada más lejos de mi intención que aquello se convirtiera en otra cosa. Además, admito que hubo cierto espíritu gamberro, cierta burla, en aquella primera publicación. Y en las que la siguieron.

    Porque sí, hubo más. Me lo había pasado tan bien con aquella primera entrada que al día siguiente decidí seguirla. Era un juego absurdo, nada más, qué podía pasar. A lo sumo, me decía, se convertiría en una historia breve escrita a base de entradas en el blog. Nada más. Las novelas, me decía, no surgen por casualidad. Eso lo sabe todo el mundo.

    ¡Pero qué ingenua era!

    En fin, que me voy por las ramas. Aquella aventura a base de entradas en el blog siguió creciendo a ritmo desigual. Intercalaba otras entradas, algunas de ficción, otras no; y seguía con la promoción de la otra novela. La seria. La de verdad. Esa otra historia —eso era evidente— no era seria; ni lo pretendía. Era un juego, nada más. Una tontería. Así que a veces escribía cada día, a veces cada semana, y otras veces, nada. Pero siempre volvía a ella. Siempre seguía jugando.

    Un día alguien me habló de Wattpad y pensé ¿por qué no? ¿Qué puede pasar? Y publiqué la historia en esa plataforma también. Otro día, me hablaron de Binibook —no lo busquéis, ya no existe—, y también la llevé allí: ¿Qué podría pasar? Otro día alguien sugirió hacer libritos recopilatorios para Amazon… ¿Y por qué no? Otro día, alguien ofreció publicar en papel un recopilatorio de los recopilatorios ¿Y cómo negarme, si solo era un juego? ¿Qué podía pasar?

    Ese ritmo duró meses. Unos nueve. Cada vez más exitoso, cada vez más exigente.

    El juego se volvió macabro.

    Era incapaz de seguir el ritmo de publicación de capítulos que me había autoimpuesto. Tampoco era capaz de corregir, editar, mantener la coherencia de la trama o trabajar los detalles como a mí me gustaba.

    Y era mucho menos capaz todavía de comprender como una gamberrada estaba consiguiendo lo que mi proyecto serio —el de verdad— no conseguía: visibilidad, seguidores, comentarios.

    En enero del siguiente año me rompí. Y, conmigo, el proyecto gamberro por entregas. Pero también el blog, la promoción de mi novela —la seria, la de verdad—, los estudios, el trabajo…

    La catástrofe fue global.

    Por supuesto mi gamberrada narrativa no fue el único motivo. En absoluto. Hasta es posible que, por más que yo lo haya culpado durante años del desastre, es posible que solo fuera una consecuencia de otro descalabro, mucho más íntimo, mucho mayor.

    Sea como fuere, aquello dio el pistoletazo de salida a una serie de desastres que asolaron mi vida durante lo que a mí me parece una eternidad y que abarcaron todos los ámbitos de mi vida, de la salud a la economía pasando por la familia y las relaciones. En dos palabras: Oscuridad absoluta.

    Iba a decir que empecé a salir del hoyo en 2020, pero no es cierto, el inicio fue anterior, casi diría inmediato. Pero fue lento y con recaídas. Muy lento. Con muchas recaídas. Algunas de ellas terribles. Muchas, con consecuencias que me acompañarán toda la vida.

    Pero, ni por un solo segundo durante aquella época de oscuridad absoluta me abandonó mi historia gamberra. Jamás. Aunque yo no estaba lista para hacer con ella lo que necesitaba. A pesar de que a veces fuera incapaz siquiera de leerla. Nunca dejó de acompañarme. Nunca dejó de llamarme.

    Solo ahora, tanto tiempo después, he podido responder, mirarla de frente —y verme a mí—, aceptarla —y aceptarme. Volver, al fin, a ella. Y volver a mí.

    Esa era, ni más ni menos, la fuente del dolor de las últimas semanas. Era un recuerdo, una invitación, una llamada.

    Por suerte, mi rodilla lesionada me ha mantenido en casa durante este puente y —¡al fin!— he podido no solo escuchar y comprender, sino también responder.

    Durante los cuatro días de puente le he construido un hogar a aquella vieja historia que nunca me dejó de lado, a pesar de todas las veces dudé de ella, todas las veces que la malinterpreté, todas las veces que la ignoré. Un hogar donde pueda crecer sin miedo, sin prisa, sin pretensiones. Un hogar para ella… y para mí.

    Ese hogar es un blog —como aquel en el que nació, pero más moderno y bonito—, para que pueda crecer por completo, expandirse, evolucionar, al mismo tiempo que, a través de ella, yo sigo curándome, aceptándome, queriéndome.

    No sé a dónde me va llevar este nuevo proyecto, solo sé que estoy haciendo lo que toca y que se siente tremendamente bien y correcto.

    ¡Ah, por cierto! Esa historia —ese blog, ese proyecto— ha tomado el nombre de su universo: Atiskaya. Si tienes curiosidad, aquí puedes pasar a visitarla.

  • A tientas

    A tientas

    Ayer la España peninsular se quedó sin luz.

    Las islas nos salvamos del apagón, aunque padecimos cierta resaca por la tarde-noche en forma de caída de las redes de telefonía y, en algunas zonas, de Internet.

    Y, yo no sé a los demás, pero el nudo que se me formó en la boca del estómago se parecía demasiado al que sentí justo antes de que la crisis por el «virus chino» se convirtiera en «confinamiento por COVID 19».

    Y, joder, odio esta sensación.

    Ahora, unas veintidós horas después del inicio del apagón y mientras la normalidad se restablece con lentitud, el mismo maldito nudo sigue ahí.

    Porque ahora, mientras el país termina de recomponerse, toca preguntarse qué demonios ha pasado, cómo ha podido pasar y qué hacer para evitar que se repita. Diré más. Lo que ha sucedido me lleva a pensar -otra vez, igual que en 2020- qué puedo aprender y aplicar en mi vida, en mi día a día, de lo sucedido.

    Pero el nudo en el estómago… Ese no se va…

    Quizás se afloja un poco mientras vuelve la normalidad y trato de sacar algún aprendizaje de lo vivido. Pero persiste, enganchado a ese cómo, a ese por qué, a ese quién.

    La sensación terrible en este momento, además de la consabida vulnerabilidad evidenciada —que, aunque en otros términos, vuelve a recordar a 2020—, es la de desconocimiento. Y ese no saber… Eso es, para mí, lo más difícil de soportar.

    Al final, aunque la luz haya vuelto -y el teléfono e Internet-, seguimos caminando a tientas, al menos, informativamente hablando.

La Enésima Aventura

Un cuaderno de viaje con sueños, relatos y novelas en marchaHistorias vivas donde no serás espectador, sino acompañante de la aventura.

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