¿De dónde salen las ideas? ¿Cómo funciona la mente que escribe? ¿Por qué a veces la escritura parece imposible y, otras, fluye con una facilidad pasmosa? Estas preguntas vienen persiguiéndome desde hace unos quince años, cuando, después de terminar mi primera novela, creí haber entrado en un bloqueo. Pero no. El bloqueo de verdad vino después, aunque esa es otra historia.
La cuestión es que, en este tiempo, he procurado observar qué favorece la magia, es decir, la escritura, y qué la entorpece. Y, ahí va un spoiler, a la magia no le gusta ser observada ni que se la comprenda demasiado, así que, al parecer, cuanto más observas, más esquiva se vuelve. Pero una servidora es tozuda y he seguido en mi empeño investigados.
Por eso ahora que parece que he conseguido entender, aunque solo sea un poco, cómo funciona el proceso, he decidido poner aquí por escrito lo que sé, no vaya a ser que se me olvide -así de caprichoso y misterioso es el proceso-. Eso sí, querido lector, estos datos se basan en mi experiencia y son únicamente aplicables a mí, quizás a ti no te sirvan en absoluto, o puede que solo algunos te valgan o, quién sabe, que tu método, o fórmula o lo que sea, sea justo al revés que la mía. Advertido quedas.
1. La mente que planea no sabe escribir
Siempre he sido consciente de que la mente que escribe no es la misma con la que funciono de forma habitual. Cuando digo la mente que escribe me refiero a esa mente que escribe de verdad, de forma compulsiva, sin que seas capaz casi de seguir el ritmo de las palabras que salen, cuando la experiencia es tan profunda y placentera que pierdes la noción del tiempo, y a veces también del espacio.
Hace tiempo que sé que esa experiencia tiene un nombre, estado de flujo, y hace mucho también que sospecho que si en estado sea más fácil acceder a un pensamiento menos racional y lineal, más creativo, está relacionado con dar el mando del cerebro a la mente subconsciente y darle un descanso a esa consciencia egoica tan pesada con la que tenemos que lidiar a todas horas. En fin, resulta que esa mente consciente es genial planeando, pero una basura para entrar en flujo y ya no digamos para tener un verdadero pensamiento original.
Así que, cuando quiero escribir -escribir de verdad, digo-, me funciona tener una intención muy básica y clara (algo como el personaje va a comprar y mientras está en la tienda entran unos ladrones. Puedo darme un final o no, pero generalmente no lo cumplo) y a partir de ese punto quitarle le mando a la mente consciente y dejarme llevar por la fantasía. Por lo general, tardará más o tardará menos, la fantasía me toma de la mano y me lleva por derroteros inimaginados. Cuando eso sucede, estoy en flujo, pero solo puedo afirmarlo con rotundidad después, pues durante la experiencia, cómo lo diría, no me importa ni me percato porque solo me importa la historia, la escena, el fragmento en el que estoy trabajando.
2. La mente que escribe no sabe planear pero atiende a marcos y estructuras
En un arranque de frustración aquí podría decir que, precisamente por todo lo del punto anterior, ninguno de los malditos cursos de escritura me han servido nunca para nada, salvo para dejar de escribir y bloquearme, pues todos ellos, sin excepción, abogan por el planifica primero, escribe después.
Pues bien, sin dejar de ser cierto que hay cierta frustración ahí por los bloqueos que me provocaron los métodos estándar, no puedo evitar decir que sí han servido. Todo ha servido, esos cursos carísimos y en apariencia inútiles, los manuales de escritura, consejos de autores exitosos y libros leídos y gozados. Todo. Pues todo lo aprendido, una vez asimilado, más que en información, se ha convertido en estructura y cuando hablo de estructura puedo decir de guía, de molde, de marco.
Me explico, todo ese conocimiento explícito engullido en forma de información y practicado a modo de ejercicio, ha pasado a ser un lienzo, unos colores, unos pinceles, unas guías, que esa mente subconsciente, la mente que escribe, ha aprendido a usar a placer para crear esas historias geniales y absorbentes en estado de flujo.
Un ejemplo: Hace mucho que aprendiste ortografía y un montón de normas gramaticales, pero, a qué no piensas conscientemente en ellas cuando escribes, salvo, quizás, cuando te encuentras con algo que te saca de la concentración, que te rompe los esquemas. Pues es lo mismo, pero cambia ortografía y gramática por estructura, conflicto, arco de transformación, etc. Todo ese conocimiento está ahí, igual que el resto de normas que estudiaste, y la mente subconsciente lo usa sin que la mente consciente deba hacer nada previamente con ello.
3. Yo escribo «a trozos». Ni partes, ni escenas, ni capítulos. Trozos
En este contexto, vamos a definir trozo como unidad de contenido que tiene sentido para mí, aunque ni yo misma sé cuál es el sentido que tiene en el conjunto de la obra -si es que lo tiene y no acaba en el montón de «info que necesito para mí pero que no le voy a dar al lector hasta que me de la gana, o quizás nunca»-.
Creo que, de todas mis peculiaridades escritoriles, esta es la que más me cuesta de admitir y entender, porque no tiene sentido. Bueno, sí, pero no. Requiere de un poco de fe en el proceso y yo ya hace años que voy escasa de fe en todo…
Sea como sea, creo que escribo a trozos por dos motivos, uno, para darme información necesaria para la obra, pero que no irá en la obra. Por ejemplo, si tengo un personaje traumatizado por algo que le pasó de pequeño, escribo parte de su infancia hasta encontrar ese algo, pero, obviamente, ni escribo toooooooda la niñez del personaje en cuestión, ni voy a meter toda la información que escriba en el texto final.
Y sí, habrá quién me diga que eso se arregla con una ficha de personaje, ya. ¿Pero recuerdas lo que te he dicho de la mente que escribe y la que planea? A fuerza de golpes -muchos- he descubierto que mi mente que escribe es incapaz -pobrecita- de hacer nada que valga un duro con lo que le propone mi mente que planea, salvo bloquearse, eso se le da genial. Así que si necesito saber algo de mis personajes no me sirve hacer una ficha, tengo que escribir su maldita vida poniéndolos en acción sobre el tablero -porque no, tampoco me vale contarlo como si fuera una biografía, ellos tienen que escenificarlo, es lo que hay-.
El otro motivo por el que escribo a trozos es porque me encanta los cliffhanger incluso desde antes de saber que se llaman así. Y no es solo que me guste usarlos para crear suspense y mantener al lector enganchado, qué va, ojalá fuera eso. Pero yo soy mucho más retorcida. Resulta que los necesito para mantenerme enganchada yo misma a la historia que estoy escribiendo porque, si no hay ese factor «¿y ahora qué? Necesito saber más» es más que probable que deje el proyecto sin terminar. Lo sé, es muy radical, pero si no me engancha mi propia historia soy incapaz de seguir con ella.
Así que, como alguien que necesita deja en suspense las escenas, capítulos y partes para seguir trabajando en la historia al día siguiente, escribir a trozos es, casi, la única opción. Por ejemplo, me muero de ganas de terminar esta entrada -que estoy escribiendo todavía en camisón mientras me tomo el primer café mañanero-, para adecentarme y empezar el día oficialmente y escribir el trozo de hoy de la historia con la que estoy porque NECESITO -así, en letras capitales y negrita- saber qué le pasa a mi prota.
4. La mente que planea edita, corrige y junta. Sobre todo, junta
Podrás imaginar, querido lector, que alguien que escribe a trozos desde un estado de flujo en el que la mente ejecutiva es el subconsciente mientras el consciente está en el spa, tarde o temprano necesitará un director de orquesta que ponga orden sobre todo el desastre. Y ahí sí, entra en juego la mente consciente.
Las principales labores de esa mente, que muchos llaman el crítico o el editor, en efecto son editar, corregir y evaluar si lo que se ha hecho está bien. En mi caso, además, es labor primordial juntar los trozos que he ido escribiendo, a veces muy conectados entre sí, otras… Bueno, otras, no. Y dotar de sentido a la maraña.
Tras algunos sonados fracasos he descubierto que también en ese punto trabajo por partes, pero, en este caso, suelen corresponderse -más o menos, no esperes de mí exactitud- con las partes clásicas de la historia, esto es, planteamiento, nudo y desenlace. Pero, además, hay un factor sumatorio. Es decir, escribo un montón de trozos hasta llegar al punto de giro que inicia el desenlace, los reviso, conecto y junto, corrijo, edito, corto, extiendo, vuelvo a revisar y los aparto y sigo con el nudo, hasta el siguiente punto de giro, fragmento que reviso, conecto, corrijo y edito, hasta que lo doy por bueno y lo sumo a lo anterior, y lo vuelvo a revisar todo. Y así, hasta el final.
Una vez con el manuscrito terminado, vuelvo a revisarlo todo. Como ves, la mente que planea tampoco se aburre durante el proceso de creación de la obra, es solo que tiene que salir de la habitación mientras la mente que escribe hace lo suyo.
Bien, estos cuatro puntos no son los únicos que forman parte de mi proceso creativo, qué va, pero sí que son esenciales. Y, como ya he mencionado por ahí, me muero de ganas de saber que le pasa a la protagonista que ayer dejé colgando en un acantilado y, además, ya me he terminado el café, así que, por hoy, voy a dejarlo aquí.
Pero me ha gustado esto de poner por escrito todo esto, que suelo dar por hecho, pero que, ahora, en negro sobre blanco, veo mucho más claro. En cualquier caso, espero que toda esta información también pueda ser de ayuda a alguien más.